Ahora que vuelve a ser de actualidad el filósofo Martin Heidegger, a causa de la publicación en España del primer tomo de sus Schwarze Hefte (los Cuadernos negros que publicará la Editorial Trotta), quiero recordar aquí un libro que me parece interesante y que pone en su sitio a los profesores alemanes que, como Heidegger, no se inmutaron cuando llegaron los nazis al poder; y por el contrario, hasta obtuvieron prebendas y ventajas. Me refiero a Los filósofos de Hitler, de Yvonne Sherratt.
Traducción de Manuel Garrido y Rodrigo Neira Castaño.
Cátedra, Madrid,
2014, 334 páginas, 20 euros.
(Electrónico 16,99 euros).
Los filósofos de Hitler |
El
título de este libro —Hitler’sPhilosophers— puede prestarse a confusión, puesto que Walter Benjamin,
Hannah Arendt, Theodor W. Adorno o el resistente Kurt Huber, filósofos a los
que Sherrat dedica páginas brillantes, no fueron “filósofos de Hitler”; al
contrario, hay que contarlos entre las víctimas del dictador; además,
constituyeron el blanco de la malevolencia de otros filósofos, los de Hitler de verdad. Alfred
Rosenberg, su tocayo Bäumler y Ernst Krieck destacan entre los más fanáticos;
también Martin Heidegger estuvo entre los que apuntalaron la nueva ideología
desde la cátedra, pero no sólo los mencionados, sino un enjambre de profesores
de filosofía alemanes, secuaces de Hitler a su modo.
Yvonne Sherrat, docente en Oxford en la actualidad, repasa
en la primera parte del volumen las biografías de los “intelectuales” de
Hitler, todos del gremio filosófico a excepción del zorruno Carl Schmitt, el
famoso jurista que supo otorgar carta de ley a las locuras de Hitler contra los
judíos. Constata así que profesar la filosofía ni garantiza ser buena persona ni predispone a la defensa de lo mejor; los filósofos alemanes, salvo honrosas
excepciones, aclamaron a Hitler, expulsaron a los judíos de las universidades y
las transformaron en escuelas paramilitares.
Sherratt revela cómo el propio Hitler se creyó a sí mismo un
“líder filósofo” —y cómo nadie se lo discutió—. Reitera el tópico de la gran
influencia que Kant, Schopenhauer y Nietzsche ejercieron en su formación
ideológica, aunque también explica que el dictador era un “genial coctelero”
que dejaba los libros a medias, cogía ideas de
acá y de allá y las agitaba para que sirviesen a sus ominosos intereses. ¿Hitler,
“filósofo”? ¿Capaz de desentrañar la gnoseología de Kant y Schopenhauer? Da
risa. Quienes de verdad le influyeron fueron los antisemitas Chamberlain y
Gobineau, paladines del racismo y el darwinismo social. El autócrata se nutrió
de sus ideas pseudocientíficas para su Mein Kampf; este libro y el infumable El mito del siglo XX, de Rosenberg —un delirio pseudofilosófico—, cimentaron
los pilares teóricos del nazismo.
Hitler no se ocupó de la filosofía, la dejó en manos de los profesores
Rosenberg, Krieck y Bäumler, a quienes Sherratt pinta ávidos de poder y sedientos
de notoriedad. Éstos implantaron el nazismo en la enseñanza y hasta ningunearon
a Heidegger, nazi medular que aspiró a ser “el superhombre de Hitler”
(Sherratt).
La segunda parte del libro trata de los “oponentes a
Hitler”. Y aquí el lector se reconcilia con la filosofía, porque las biografías
de Arendt, Benjamin y Adorno ilustran cuánto sufrieron los filósofos judíos.
Arendt abandonó Alemania aterrorizada al ver cómo “la patria de los pensadores
y poetas” se arrojaba entusiasmada en brazos de los nazis; Benjamin, un
filósofo ecléctico, se suicidó en Portbou camino de un exilio imposible; Adorno
fue un intelectual vivaracho que, tras regresar del exilio, terminó sus días en
Fráncfort rodeado de antiguos profesores nazis rehabilitados. Pero no sólo
sufrieron los filósofos judíos; Sherratt recuerda también al profesor Huber, experto
en Leibniz, muniqués y “ario”, crítico de Hitler e inspirador de los jóvenes antinazis
de “La rosa blanca”; su arriesgado amor a la libertad le costó la cabeza en
1943.
Lo estremecedor de este libro no es sólo la visión
que aporta de la filosofía alemana en tiempos de Hitler, sino también de la
posguerra. Muchos de los filósofos nazis recuperaron sus cátedras o vivieron
sin rendir cuentas; los aliados ahorcaron a Rosenberg, pero Schmitt y Heidegger
llegaron a ser respetados y famosos; en cambio, a otros que se mantuvieron
fieles a Sócrates y Erasmo apenas se les reconoció su valía o se los condenó al
silencio.
Dejo el enlace a la reseña de este libro publicada en "Babelia" (diario "El País") el 17 de febrero de 2015
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