domingo, 11 de septiembre de 2011

No sufrir compañía, de Ramón Andrés (Acantilado)


El necesario silencio que nos falta



Ramón Andrés (Pamplona, 1955), estudioso de la cultura y músico apasionado, es autor de libros tan singulares como El mundo en el oído —un ensayo sobre el nacimiento de la música— o una amena biografía de Johan Sebastian Bach (ambos en Acantilado). Ahora presenta una novedosa antología de textos breves sobre el silencio, esa “música callada” que tan bien escuchó San Juan de la Cruz, y sin la cual es imposible el recogimiento en uno mismo. Los textos proceden de las obras más o menos olvidadas de la extraordinaria pléyade de místicos españoles que, como el mencionado autor del Cántico espiritual,  floreció entre los siglos XVI y XVII.
Son veinte nombres los que contiene este inusual breviario de paz y armonía: Teresa de Jesús y María de Ágreda, las únicas mujeres entre varones de tanto renombre como Luis de León o su homónimo de Granada; y también, Juan de Valdés, Pedro de Alcántara o el padre del quietismo español: Miguel de Molinos. Junto a ellos encontramos a Francisco de Osuna, Juan de Ávila o Juan Falconi, y a otros tantos autores de similar intención.
Algunos de ellos descendían de familias acomodadas, otros tenían herencia judía; y también hubo quien creció en la más absoluta pobreza. Abrazaron el monacato, los libros, la oración y el gusto por la soledad y el silencio. Poco les interesaba la escolástica con sus disquisiciones alambicadas para conceptualizar a Dios; en lugar de la lógica siguieron la vía mística: la comunicación sin palabras con la divinidad, sin pensamientos siquiera, mediante una ascética mental que brota del vacío y en la nada se ampara. Varios de estos autores fueron perseguidos por la Inquisición y sufrieron cautiverio acusados de “iluminados” o sólo a causa de su heterodoxa singularidad. Todos recomendaron el recogimiento interior y la meditación, la escucha atenta del ser en la oquedad del silencio junto al apartamiento del “mundanal ruïdo”, como poetizó Fray Luis de León; tal era la vía idónea para “abandonar” el cuerpo mortal y desasirse del mundo evanescente de las cosas aboliendo un ego que consideraban vano, de igual manera.
En su excelente introducción, Ramón Andrés recuerda que los místicos españoles nada tuvieron que envidiar a los yoguis y bodisatvas de la India; tampoco a sus antecesores europeos, entre ellos, el Maestro Eckhart o Johannes Tauler. Occidentales y orientales nadaron en la misma corriente; y así, hasta nuestros días, en los que líderes espirituales tales como el desaparecido y tan celebrado Krishnamurti continuaron enseñando métodos de meditación con los que alcanzar ese estado de lucidez extásica que sólo sobreviene cuando “cesa el parloteo de las palabras en el interior de la mente”, ese runrún interior que nos desasosiega y que sólo es trasunto del incansable rechinar del mundo. Sin la bendición del necesario silencio que tan a menudo nos falta, ni se descansa ni se piensa y ni tan siquiera se goza en paz; los místicos iban aún más allá, puesto que callando buscaban y encontraban a Dios.
No sufrir compañía
En suma, éste es un libro para llevárselo a un remanso tranquilo, aislarse en sus textos —tan elocuentes, por lo demás, en su castellano dorado— y olvidarse del tráfago cotidiano; y aunque Dios permanezca en la lejanía, quizás disfrutaremos el atisbo de algo parecido a lo que debe de ser el envidiable sosiego de su presencia. L.F.M.C.

Un tomo de Kierkegaard editado por Gredos



Decidirse o no decidirse es el problema

Kierkegaard



El filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855) fue un hombre extraño y heterodoxo, tanto como sus múltiples y singulares escritos. Agudo pensador de las contradicciones y paradojas de la existencia, publicó párrafos tan alucinantes como éste de Diapsálmata: “Si te casas, te arrepentirás; si no te casas, también te arrepentirás. Te cases o no te cases, lo mismo te arrepentirás. Tanto si te casas como si no te casas, te arrepentirás igualmente…”  Y prosigue: “Si te ahorcas, te pesará; si no te ahorcas, también te pesará. Te ahorques o no te ahorques, lo mismo te pesará”.
Hombre célibe, reflexionó sobre asuntos tan cruciales como la ética y la estética del matrimonio después de romper con su única novia —y el gran amor de su vida— para dedicarse de lleno al pensamiento y la escritura. Estudiante de filosofía y teología, de joven cayó en las redes del hegelianismo, aunque luego se convirtió en uno de sus críticos más severos. Sostuvo que los grandes sistemas filosóficos nada aportan al individuo concreto, al “existente individual” que somos cada uno de nosotros; y que la filosofía deberá ocuparse del ser humano de carne y hueso y de sus temores en lugar de elucubrar sobre el inasible más allá. Alegó que el inicio del filosofar no se inspiró en la “admiración” que provocaba el mundo, tal y como afirmaran Platón y Aristóteles; ni tampoco, en la “duda” de Descartes; el punto de partida de la filosofía fue, en cambio, la “desesperación”: ya que desesperante y exasperante es la existencia. El hombre, inmerso en un mar de preguntas y sometido a una constante toma de decisiones en su vivir cotidiano, se angustia y desespera; tales son sus profundas raíces. Para liberarse de la angustia hay que elegir; de manera que cada cual se ve obligado a optar entre ser buen cristiano o no serlo; cumplir con el deber de probo ciudadano o aislarse; actuar como un Don Juan seductor o asumir el responsable papel de fiel cabeza de familia.
El padre de Kierkegaard, un comerciante severo, adusto y beato, no se llevó bien con su filosófico hijo y le lanzó una maldición que lo condicionó de por vida. La tormentosa relación con su progenitor provocó en el vástago conflictos íntimos que, agudizados por una desmesurada afición a pensar nacida de su cerebralidad y de su nórdica melancolía, lo condujeron a llevar una vida de polemista, literaria y erudita. Irónico y descreído, torturado por las dudas suscitadas por lo uno o lo otro, él mismo necesitado de voluntad para decidir y obrar, Kierkegaard gustó de enmascararse tras diversas personalidades ficticias y usar pseudónimos, a fin de expresar con libertad la profusión de ideas —siempre opuestas— que lo asaltaban; “Víctor eremita” o “Johannes Climacus” fueron los más conocidos y con ellos firmó algunos de los escritos que reúne el magnífico tomo que reseñamos.
Con un bien trabado estudio introductorio que lo inicia, el volumen contiene textos menos conocidos que el emblemático Temor y temblor que cierra el libro, crucial para entender la parte más seria del pensamiento de Kierkegaard. Dichos textos son de otro tenor y sorprenden por su amenidad y apasionada ironía. En los Diapsálmata hallamos parábolas y pequeñas joyas literarias dignas de Kafka —quien leyó a Kierkegaard con devoción—. Los ensayos sobre Mozart y su Don Giovanni dan paso a las suculentas reflexiones sobre el matrimonio, sin parangón en la historia de la filosofía.
Siempre a vueltas con lo erótico y lo estético, lo fugaz y lo vano, en oposición al deber ser; con lo estable y la probidad, las inquietudes de Kierkegaard apuntaron a definir cómo vivir de la mejor manera posible. Y vivir bien para él consistía en actuar encarando las “decisiones” que debemos tomar si deseamos superar las pruebas a las que nos somete la existencia. “La decisión entraña la necesidad de la perseverancia que resuena a través de lo fugaz y evanescente”, escribió. Obsesionado con la finitud y la libertad, base de toda decisión consciente y adulta, Kierkegaard sembró la semilla del existencialismo moderno (Jaspers, Heidegger, Sartre). Leerlo hoy es estimulante, y más en este elegante volumen.


Kierkegaard, varias obras