viernes, 16 de octubre de 2015

Goethe, el hombre total


Rüdiger Safranski
Traducción de Raúl Gabás
Tusquets Editores, Barcelona, 2015, 688 páginas, 25 euros.



Este otoño aparecerá una nueva versión en castellano de Las penas del joven Werther (esta vez en la editorial Sexto Piso), novela que narra la historia de un joven que se ha enamorado de una mujer a punto de casarse con otro; ella se casa y siguen siendo amigos, pero él se desespera y se pega un tiro. Hasta ese desenlace fatal, asistimos atónitos a un relato que cautiva por su modernidad. Werther es una obra redonda y fue un éxito de ventas por lo atrevido de sus ideas: amor sin cortapisas, crítica de las convenciones hipócritas, elogio de la vida libre de quien huye de cargos funcionariales y más osadías del joven Werther con su melena al viento en época de pelucas empolvadas.
Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) tomó del natural los elementos de esta historia: le bastó con pintarse a sí mismo como jovenzuelo enamorado de una amada imposible; la idea del suicidio la tomó de fuera, pues aunque él padeció las turbulencias pasionales, prefirió escaparse a otra ciudad para olvidar su despecho y escribir la novela que de la noche a la mañana lo hizo célebre en toda Europa.
Incluso al final de su vida, a Goethe lo conocían como el “autor del Werther”, algo que a él le disgustaba porque, con los años se volvió circunspecto y había escrito mucho más; prefería que lo reconociesen como autor del ciclo novelístico de Wilhelm Meister o de Hermann y Dorotea, un idilio de gran éxito. Aun así, su gran ilusión fue que el mundo de la ciencia lo valorase como científico, algo que nunca logró a pesar de que dedicó años a investigar la luz y los colores (Atalanta publica ahora Capturar la luz, de Arthur Zajonc, con comentarios sobre esta pasión de Goethe), estudió mineralogía, botánica y descubrió el hueso intermaxilar de los vertebrados.
Goethe fue todo un carácter, un acontecimiento único, un hombre total —escribió Nietzsche—. Genio al que Thomas Mann presentó como símbolo de la Alemania humanista opuesta a la que encarnó Hitler.  Con su refinado clasicismo, quiso abarcarlo todo, intelecto y acción: actuó como político y pensador, igual que como poeta y dramaturgo. Sus escritos le parecían lo menos importante de él, vivir es lo que anhelaba. Muchas de sus obras son hoy pasto de germanistas; en cambio, su vida jamás dejará de interesar. Frívolo de joven, activo y serio en su adultez, Goethe amó la vida y sus placeres como un filósofo (Alba Editorial publica estos días El carnaval de Roma, que refleja bien este aspecto).
Mostrar lo interesante —y ejemplar— que hubo en Goethe como autor y persona fue el reto que aceptó el celebrado biógrafo alemán Rüdiger Safranski (1945). ¿Qué podía añadir él tras las biografías firmadas por Robert Boyle (monumental y todavía en marcha) y la clásica del judeoalemán Richard Friedenthal (magnífica)? La suya, sin aportar nada nuevo sobre los hechos vitales de Goethe —archiconocidos—, da una visión fresca del personaje, alejada de prejuicios interpretativos. En España cubre una laguna pues no tenemos biografías de Goethe. Cansinos Asséns escribió una para Aguilar (reeditada por Valdemar y agotada), y tuvimos otra de Emil Ludwig, poco más.
Aunque prolija en el comentario de algunas obras, con menos citas y más narración que en biografías anteriores, esta vez Safranski ha puesto empeño en resaltar el carácter y los avatares del alma de su biografiado. Se esmera en describirnos la intimidad del hombre Goethe con sus ansias de vida, verdad y libertad. Curioso es que tamaña personalidad dijera que nunca había sido “feliz”, y ésta es una paradoja que tratará de explicar Safrasnki. Hombre siempre enamorado —aunque sin ser un Casanova—, a Goethe lo inspiró el amor tanto como el conocimiento.  Amó idealmente a varias mujeres y a muchas menos de manera carnal. Casó con una humilde vendedora de flores, Christiane, a la que llamaba ‘el tesoro’ de su cama. Cuando ella murió, se prendó de una jovencita que lo rechazó como marido, ¡él tenía setenta años! Abatido, en lugar de escribir otro Werther compuso la bellísima “Elegía de Marienbad”, fue su despedida del amor y de una vida plena pero que al final le proporcionó mucha melancolía, ironía y cierto desengaño. 



Ficha de los libros de Alba y Atalanta (mencionados en el texto y publicados recientemente):

Johann Wolfgang Goethe: El carnaval de Roma. Traducción de Juan de Sola, Alba Editorial, Barcelona, 2015, 136 páginas, 17 euros.


Arthur Zajonc: Capturar la luz. Traducción de Francisco López Martín, Ediciones Atalanta, Vilaür (Girona), 390 páginas, 29,50 euros.

Esta misma reseña la publicó "Babelia", el suplemento cultural del diario "El País"

martes, 13 de octubre de 2015

Himmler íntimo

Siguiendo con libros sobre nazis y afines, dejo aquí la reseña que escribí el verano de 2014 sobre la correspondencia de Heinrich Himmler con su esposa, Marga Siegroth. Fue un encargo de "Babelia", pero finalmente no pudieron publicarla por falta de espacio y el libro dejó de ser novedad. 

Himmler íntimo.

Michael Wildt y Katrin Himmler
Traducción de Josefa Cornejo. Taurus, Madrid, 2014, 400 páginas, 21 euros.

Himmler y su esposa
Después de su libro Los hermanos Himmler (Libros del silencio), Katrin Himmler (1967), sobrina nieta del siniestro nazi Heinrich Himmler, continúa desentrañando la biografía de su cruel antepasado. Con el historiador Michael Wildt (1954) presenta ahora la correspondencia del Reichsführer de las SS y su esposa, Marga Siegroth. Estas cartas, aparecidas en Tel Aviv en 1980, se incluyen en este volumen asistidas por acertadas explicaciones de los compiladores; así, a la par que conocemos las trivialidades que intercambiaban los cónyuges también tenemos presente el curso de la tragedia orquestada por los nazis.
Las misivas son de lo más trivial, no contienen ni vivas descripciones ni confesiones íntimas. Heinrich Himmler —“Heini” para Marga—, fue el marido siempre ausente; mientras que ella —la “querida y buena mujercita”— desempeñó el papel de fiel ama de casa pequeñoburguesa, atareada en el hogar y siempre a la espera del guerrero: “Tu lansquenete”, firmaba Himmler. Unas líneas diarias bastaban para asegurarse la mutua entrega en los primeros años de matrimonio; luego, durante la guerra, las breves cartas llegaban en compañía de regalitos para la esposa y la hija de ambos: Gudrum, la “muñequita”.
En los primeros tiempos, Marga solía bromear con su marido tratándolo de “malo” y “malote” porque sus múltiples “responsabilidades” lo alejaban de su lado, ¿sabía ella de sus crímenes? De las cartas no se deduce, pues Himmler no escribía sobre sus acciones. Pero sabemos que Marga, ideal de “aria pura” (rubia y de ojos azules), compartía con su cónyuge un férreo antisemitismo: “¡Cuándo desaparecerá esta escoria judía para que podamos vivir en paz!”, escribe.
Desde que se conocieron en 1927 —él, poderoso jerifalte del floreciente partido nacionalsocialista; ella, divorciada y siete años mayor— quedó muy claro que Himmler consagraría su vida a la altísima misión de liberar Alemania de sus “opresores” y fundar un gran Reich que se extendería por toda la tierra a costa de dominar a las “razas inferiores”. Tan excelsa tarea importaría más que el matrimonio. Marga estuvo de acuerdo en sacrificarse por la causa, a la que se mantuvo fiel incluso tras la muerte de su esposo, quien se suicidó en 1945 al morder una cápsula de cianuro cuando fue detenido.
El lansquenete nazi era lo más opuesto en lo físico al ideal de belleza ario: bajo, esmirriado, de cara insulsa, corte de pelo a la prusiana, bigote chaplinesco y unas gafas metálicas tras las que destellaban unos ojillos marrones desconfiados; pero era listo, inmisericorde y fanático hasta la médula, por eso llegó a tener casi tanto poder como Hitler. Tras alcanzar el más alto rango de las SS, fue el jefe máximo de la siniestra policía política (Gestapo) y el organizador absoluto del exterminio de los judíos. Creó los campos de la muerte y ordenó la aniquilación de cientos de miles de personas; en fin, fue una joya de hombre “cumplidor de su deber”. Así se veía él mismo y así lo veía Marga; ésta sobrevivió a la guerra y nunca renegó de su ideología ni de su esposo.

Lo que espeluzna en estas misivas es saber que un hombre como Himmler, tan corriente en sus expresiones de afecto, era a la vez un monstruo. Un miserable que se creyó ungido por los dioses (germánicos, en este caso) para cumplir sin escrúpulos con una “misión sagrada”. ¡Pobre humanidad cuando es codiciada por tipos así!

lunes, 12 de octubre de 2015

Los filósofos de Hitler o "La Filosofía en brazos del nazismo"


Ahora que vuelve a ser de actualidad el filósofo Martin Heidegger, a causa de la publicación en España del primer tomo de sus Schwarze Hefte (los Cuadernos negros que publicará la Editorial Trotta), quiero recordar aquí un libro que me parece interesante y que pone en su sitio a los profesores alemanes que, como Heidegger, no se inmutaron cuando llegaron los nazis al poder; y por el contrario, hasta obtuvieron prebendas y ventajas. Me refiero a Los filósofos de Hitler, de Yvonne Sherratt.



Traducción de Manuel Garrido y Rodrigo Neira Castaño.
Cátedra, Madrid, 2014, 334 páginas,  20 euros. (Electrónico 16,99 euros).


Los filósofos de Hitler
El título de este libro —Hitler’sPhilosopherspuede prestarse a confusión, puesto que Walter Benjamin, Hannah Arendt, Theodor W. Adorno o el resistente Kurt Huber, filósofos a los que Sherrat dedica páginas brillantes, no fueron “filósofos de Hitler”; al contrario, hay que contarlos entre las víctimas del dictador; además, constituyeron el blanco de la malevolencia de otros filósofos, los de Hitler de verdad. Alfred Rosenberg, su tocayo Bäumler y Ernst Krieck destacan entre los más fanáticos; también Martin Heidegger estuvo entre los que apuntalaron la nueva ideología desde la cátedra, pero no sólo los mencionados, sino un enjambre de profesores de filosofía alemanes, secuaces de Hitler a su modo.
Yvonne Sherrat, docente en Oxford en la actualidad, repasa en la primera parte del volumen las biografías de los “intelectuales” de Hitler, todos del gremio filosófico a excepción del zorruno Carl Schmitt, el famoso jurista que supo otorgar carta de ley a las locuras de Hitler contra los judíos. Constata así que profesar la filosofía ni garantiza ser buena persona ni predispone a la defensa de lo mejor; los filósofos alemanes, salvo honrosas excepciones, aclamaron a Hitler, expulsaron a los judíos de las universidades y las transformaron en escuelas paramilitares.