El necesario silencio que
nos falta
Ramón
Andrés (Pamplona, 1955), estudioso de la cultura y músico apasionado, es autor
de libros tan singulares como El mundo en
el oído —un ensayo sobre el nacimiento de la música— o una amena biografía
de Johan Sebastian Bach (ambos en Acantilado). Ahora presenta una novedosa
antología de textos breves sobre el silencio, esa “música callada” que tan bien
escuchó San Juan de la Cruz, y sin la cual es imposible el recogimiento en uno
mismo. Los textos proceden de las obras más o menos olvidadas de la
extraordinaria pléyade de místicos españoles que, como el mencionado autor del Cántico espiritual, floreció entre los siglos XVI y XVII.
Son veinte nombres los que contiene este
inusual breviario de paz y armonía: Teresa de Jesús y María de Ágreda, las
únicas mujeres entre varones de tanto renombre como Luis de León o su homónimo
de Granada; y también, Juan de Valdés, Pedro de Alcántara o el padre del
quietismo español: Miguel de Molinos. Junto a ellos encontramos a Francisco de
Osuna, Juan de Ávila o Juan Falconi, y a otros tantos autores de similar
intención.
Algunos de ellos descendían de familias
acomodadas, otros tenían herencia judía; y también hubo quien creció en la más
absoluta pobreza. Abrazaron el monacato, los libros, la oración y el gusto por
la soledad y el silencio. Poco les interesaba la escolástica con sus
disquisiciones alambicadas para conceptualizar a Dios; en lugar de la lógica
siguieron la vía mística: la comunicación sin palabras con la divinidad, sin
pensamientos siquiera, mediante una ascética mental que brota del vacío y en la
nada se ampara. Varios de estos autores fueron perseguidos por la Inquisición y
sufrieron cautiverio acusados de “iluminados” o sólo a causa de su heterodoxa
singularidad. Todos recomendaron el recogimiento interior y la meditación, la
escucha atenta del ser en la oquedad del silencio junto al apartamiento del
“mundanal ruïdo”, como poetizó Fray Luis de León; tal era la vía idónea para
“abandonar” el cuerpo mortal y desasirse del mundo evanescente de las cosas
aboliendo un ego que consideraban vano, de igual manera.
En su excelente introducción, Ramón Andrés
recuerda que los místicos españoles nada tuvieron que envidiar a los yoguis y
bodisatvas de la India; tampoco a sus antecesores europeos, entre ellos, el
Maestro Eckhart o Johannes Tauler. Occidentales y orientales nadaron en la
misma corriente; y así, hasta nuestros días, en los que líderes espirituales
tales como el desaparecido y tan celebrado Krishnamurti continuaron enseñando
métodos de meditación con los que alcanzar ese estado de lucidez extásica que
sólo sobreviene cuando “cesa el parloteo de las palabras en el interior de la
mente”, ese runrún interior que nos desasosiega y que sólo es trasunto del
incansable rechinar del mundo. Sin la bendición del necesario silencio que tan
a menudo nos falta, ni se descansa ni se piensa y ni tan siquiera se goza en
paz; los místicos iban aún más allá, puesto que callando buscaban y encontraban
a Dios.
No sufrir compañía |
En suma,
éste es un libro para llevárselo a un remanso tranquilo, aislarse en sus textos
—tan elocuentes, por lo demás, en su castellano dorado— y olvidarse del tráfago
cotidiano; y aunque Dios permanezca en la lejanía, quizás disfrutaremos el
atisbo de algo parecido a lo que debe de ser el envidiable sosiego de su
presencia. L.F.M.C.
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