miércoles, 6 de mayo de 2020

Especial Joseph Roth



Joseph Roth en 1926



Las novelas y relatos del escritor austrohúngaro Joseph Roth (1894-1939) gozan de gran éxito de público en España y Latinoamérica, gracias en parte a que muy pronto empezaron a traducirse al castellano. Pero desde finales de 2019, una vez que la obra de Roth está libre de derechos en España (recuérdese, diez años mas tarde que en los demás países de Europa), estamos asistiendo a un renacimiento. A partir será normal que veamos una reiteración de nuevas traducciones de sus relatos y novelas en distintas editoriales; esperamos que toda nueva traducción tenga la calidad que este gran escritor se merece. En la actualidad, en este aspecto, se llevaba la palma el sello barcelonés Acantilado por tener publicadas bajo su sello casi todas las obras de Joseph Roth. Recientemente hemos visto que la editorial barcelonesa Alba publica una nueva edición de la gran novela La marcha Radetzky, y Alianza Editorial otra. Y también Alianza inaugura una de sus series de autor en libro de bolsillo dedicada a publicar las obras de Roth; la inicia  con dos títulos señeros: La leyenda del santo bebedor y Job. Historia de un hombre sencillo, ambos en nuevas traducciones de Adan Kovacsics.


Con ocasión de la publicación de dos versiones nuevas de La marcha Radetzky, el suplemento cultural del diario El País publicó un artículo-reseña el sábado día 24 de abril, dejo aquí el enlace a la reseña publicada y bajo estas líneas el texto original enviado al diario.



Nostalgia del Imperio
Joseph Roth de nuevo






Roth: La marcha Radetzky
Las obras del gran escritor austrohúngaro Joseph Roth (1897-1939), al igual que las de su compatriota y amigo Stefan Zweig, tienen éxito en España y Latinoamérica. La editorial Acantilado rescató al medio olvidado Zweig hace veinte años, y lo convirtió en un éxito de ventas; algo parecido sucede con Joseph Roth, otro autor estrella de Acantilado, que publica sus novelas Hotel SavoyFuga sin fin o la maravillosa Job, entre otras; sus relatos breves, la correspondencia y algún volumen con artículos periodísticos. Entre sus traductores se encuentran Feliu Formosa, Berta Vías o Javier Pardo, a quien se debe una versión ya añeja de la La cripta de los capuchinos. También editan a Roth la editorial Minúscula o Siruela.
            Acantilado no cuenta en su catálogo con la obra maestra de Joseph Roth: RadetzkymarschLa marcha Radetzky (1932). Esta novela magnífica en todos los sentidos, profundísima, de halo nostálgico y crepuscular, es equiparable en relevancia a otras grandes novelas de las letras germanas: a Los Buddenbrook, por ejemplo; o a esa madura y singular obra de Zweig: La impaciencia del corazón (1939). No es descabellado afirmar que tal vez éste se inspiró un poco en La marcha Radetzsky para componerla, puesto que ambas se desarrollan en escenarios cuarteleros, en pequeñas ciudades de la parte oriental del inmenso Imperio austro-húngaro de los Habsburgo. Ambas atrapan al lector desde las primeras páginas, lo embelesan llevándolo a otra época, con sus costumbres y hálitos, con sus esplendores y miserias humanas; son buena y recia literatura como la mejor de Balzac, Proust, Flaubert o Chéjov; los autores que tanto inspiraron a Roth.
            La marcha Radetzky. además de una nueva versión de La cripta de los capuchinos. Las dos novelas forman un pequeño todo, constituyen el homenaje de Roth al mundo perdido de su niñez y juventud: el del secular imperio supranacional habsbúrgico, disuelto en 1919, tras la Gran Guerra.

La marcha Radetzky
Coinciden ahora en las librerías dos traducciones nuevas de 
            El himno oficioso de la Austria actual, el broche de oro del concierto de Año Nuevo en Viena, La marcha Radetzky, compuesta por Johann Strauss (padre), que da título a la novela, simbolizaba para Roth la pompa y el estilo del viejo Imperio. El emperador y rey Francisco José I (esposo de Sissi) regía con marcialidad sobre vastas extensiones de Centroeuropa, habitadas por checos, húngaros, eslovenos, rutenos, judíos… todos hermanados bajo la enseña del águila bicéfala: cincuenta millones de súbditos en una Europa sin fronteras. El monarca reinó durante 68 años, arropado por un ejército engalanado y variopinto que desfilaba, enamoraba y no hacía la guerra.

Así describe Roth la impresión de la famosa marcha: “Redoblaban los secos tambores, silbaban las dulces flautas y restallaban los risueños platillos. En la cara de todos los oyentes se dibujaba una sonrisa confiada y plácida, y en sus piernas hormigueaba la sangre. Mientras estaban allí de pie creían estar marchando. Las jovencitas contenían el aliento y entreabrían los labios. Los hombres mayores inclinaban la cabeza y recordaban las maniobras militares de antaño. Las ancianas se sentaban en el parque vecino y sus pequeñas cabezas grises temblaban. Y era verano”. Todo era paz y aparente esplendor en el rutilante imperio, hasta que en julio de 1914 llegó la desgracia con el asesinato en Sarajevo del heredero al trono. 
            Protagonista de la novela es la nueva estirpe de los Trotta, oriundos de la imaginaria ciudad de Sipolje. Un joven teniente Trotta salva la vida al emperador Francisco José en la batalla de Solferino (1859); por ello es premiado con el ascenso a la nobleza, y con la protección del emperador para sus descendientes: el hijo de éste, un poderoso funcionario imperial, y el nieto, un teniente de Cazadores, son los protagonistas de la novela. Sus vidas siempre están ligadas a las del monarca, y también su declive. Nada más aparecer, el libro vendió 25.000 ejemplares. Y lanzó a Roth a la fama. Poco después, los nazis lo pusieron en la lista de literatura prohibida, por ser Roth judío. Y éste tuvo que exiliarse.


            Con estas nuevas traducciones son cinco las veces que se ha vertido al castellano esta Radetzkymarch: en 1950 traducida por Jorge Miracle; En 1981 por Griselda Vallribera (Bruguera); y en 1989, en meritoria traducción de Arturo Quintana para Edhasa.
Ahora, el escritor asturiano Xandru Fernández y la filóloga madrileña Isabel García Adánez presentan versiones que —supongo— ya no serán superadas. El estilo conciso de Roth, su precisión poética en las descripciones, sus metáforas singulares y sus frases rotundas, son bien captadas por ambos. La calidad de una traducción se mide por los detalles. Al lector que no tenga el original alemán delante le pasarán desapercibidas las pequeñas diferencias; pero lo cierto es que tanto una traducción como otra le harán disfrutar del refinado estilo de Roth y de esta hermosísima novela. Ambos volúmenes llevan notas al pie, más el de Alba que el de Alianza.
La cripta de los capuchinos
       
En cuanto a La cripta de los capuchinos, traducida con excelencia en esta nueva edición, arropada por una introducción espléndida y atinadas notas, si bien no es una novela de factura tan redonda como la anterior, es también un relato de altura. Narrada en primera persona, domina el tono satírico y pesimista en general; pero contiene escenas hermosas y personajes muy bien logrados, como los primos del protagonista, otro Trotta; la esposa de éste, una indefinida muchacha que se debate entre el amor al marido y la tiranía erótica de una Safo dominante; o la madre del narrador, vieja dama de aquel imperio que tanta nostalgia le deparaba a Roth. “Nuestra vida era idílica antes de la Gran Guerra”, se lee en la novela. Cuando la escribió a trompicones y sin ninguna disciplina, Roth estaba en París, sin patria, sin dinero, sin esposa; la bebida y la literatura eran su consuelo. Sólo tenía cuarenta y cinco años cuando murió, enfermo del pulmón y consumido por el alcohol, demasiado cascado como para tener ilusiones en aquel tiempo bárbaro que nada tenía de esplendoroso ni de idílico. 
Luis Fernando Moreno Claros







Hace años que leo a Roth, y además, algunos de los libros leídos tuve ocasión de reseñarlos. Dejo aquí algunas de aquellas reseñas porque tal vez animen a la lectura de alguno de estos libros estupendos.



Reportero del asfalto


Crónicas berlinesas

Si novelas tales como Confesión de un asesino y Job o ese monumento literario que es La marcha de Radetzky bastan para considerar a su autor, Joseph Roth (Galitzia oriental, 1894 - París, 1939), un escritor imprescindible del siglo XX, los casi mil trescientos artículos periodísticos que firmó desde 1919 hasta su muerte elevan aún más el listón de la calidad artística y humana de este judío austrohúngaro, nómada y cosmopolita que vivió en “tiempos de oscuridad”. Desde los años de la Gran Guerra, en la que participó como combatiente, hasta el triunfo de Hitler, que lo empujó al exilio en París, donde moriría destrozado por el alcohol y casi una vida de clochard, Roth fue uno de esos testigos privilegiados de la crisis y la ilusión de una Europa resquebrajada.
Crónicas berlinesas
Contamos en España con dos magníficos volúmenes recientes (ambos de 2004) que recogen una considerable muestra de los artículos de Roth: La filial del infierno en la tierra (Acantilado), con textos fechados en el exilio, entre 1933 y 1939, que son furibundos alegatos contra los nazis de un hombre que jamás se mordió la lengua para denunciar el crimen y la mentira elevados a verdades de Estado; y El juicio de la historia (Siglo XXI), con una amplia recopilación de crónicas sociales, reportajes políticos, semblanzas costumbristas y estampas urbanas que datan de épocas anteriores. Este Crónicas berlinesas de Minúscula contiene artículos que se insertan en el contexto de los de este último libro; ninguno se repite salvo “El auto de fe del espíritu” que está en La filial del infierno y queda fuera del contexto berlinés.
 “Desde que soy capaz de pensar, pienso sin piedad” —anotó Roth de sí mismo—. Y desde que fue capaz de observar, observó como un impío y de manera harto personal, cabe añadir. Tales dones suelen ser inseparables en el buen escritor, al periodista lo convierten en único. Semejante a Kafka o a Polgar en la minuciosidad de sus descripciones, en el detalle con que plasma la vida de los minúsculos universos que lo rodean, Roth destaca en el arte de elevar lo anodino cotidiano a evento interesante. Berlín era una ciudad que a él no le gustaba, al menos no como Viena o París, y en sus artículos —que fueron muy leídos, siendo su firma de las más cotizadas en una época de grandes periodistas— se mezclan el asombro y el escepticismo, la piedad y la acidez de manera tan sutil que obligaban a los lectores a mirar su ciudad desde inesperadas perspectivas, por ejemplo, en vez de a los ciclistas que corren la carrera de “los seis días”, al variopinto público que se ha quedado sin las ansiadas entradas y no puede acceder al estadio. Roth usaba todas las técnicas a su alcance a fin de llegar a sus lectores: desde el reportaje convencional a la sátira y el absurdo, la meditación del flâneur o el esbozo irónico; y siempre la intención primordial: “Decir en media página cosas que merezcan la pena”, y con ello dibujar el rostro del tiempo, en su caso, ese tiempo en la gran metrópoli, de la que a Roth le interesaba cada rasgo: los judíos y sus calles reservadas, el tráfico rodado y los omnipotentes semáforos, los grandes almacenes (¡qué pequeño gran artículo al respecto, idóneo para leerlo sobre las escaleras mecánicas de uno de nuestros actuales centros comerciales!), los lugares de ocio, el cine y todas las virtudes y vericuetos de la modernidad. 
Apuntes costumbristas en aquella capital tan variopinta que fue el Berlín de los años veinte, Babel europea, tibia imitadora de París y Nueva York, iluminada por falsos esplendores y de extravagante cultura. Roth, igual que el gran crítico Alfred Kerr, el polémico Tucholski o el agrio Karl Kraus, perteneció al grupo de los grandes autores “del asfalto” (término odiado por los nazis porque simbolizaba la ciudad y la “degeneración” que ella nutría, en oposición a la pureza e ingenuidad de “lo rural”), todos germanos de origen judío que ejercieron el periodismo como cronistas mundanos que tomaban el pulso a una sociedad salvaje, engatusada con su faunesca libertad y que, arrojando una palada de cal y otra de arena, animaban a sus lectores a ser más conscientes de sí mismos. El hitlerismo terminó con todos aquellos seres liberales, “ociosos y corrosivos”, y junto con ellos ahogó el “espíritu y la cultura”, lo mejor que nunca tuvieron Alemania y Austria.
Crónicas berlinesas es, en suma, un delicioso atisbo —excelente la traducción y un acierto las fotografías de época— de la producción de aquel genial reportero del asfalto, del asiduo frecuentador de tranvías y cafés, tan ácido y melancólico como sesudo, que fue Joseph Roth.

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Nostálgico Joseph Roth 






Tres libros del escritor austrohúngaro de origen judío Joseph Roth (Galitzia oriental,1894-París,1939) aparecen ahora en librerías, sumándose a la ya nutrida biblioteca en castellano de las obras de este gran autor.

La rebelión
La rebelión (1924) es una novela breve, de éstas que leemos de un tirón y con el alma en un puño al sospechar enseguida que su magnífica prosa nos revelará el desdichado destino que aguarda al ingenuo personaje principal; en este caso, Andreas Pum, un mutilado de guerra fiel al Estado y amante del orden establecido que cambia su manera de pensar cuando un incidente trivial en el tranvía lo conduce a la cárcel, enfrentándole así con la maquinaria represiva de un poder que no distingue a los ciudadanos “leales” de los “provocadores y revolucionarios”. Pero el fondo del asunto, como siempre en Roth, es la preocupación por “las gentes sencillas”, y el clamor por la injusticia divina, que suele cebarse en pobres diablos solitarios a los que condena al delirio y la extinción en medio de una sociedad indiferente.

Además de ser autor de magníficas novelas, entre ellas Job y La marcha Radezky —dos libros esenciales del siglo XX—, Roth fue también un periodista de fuste, muy cotizado en su época. Desde 1919 hasta su muerte en París —en donde terminó alcoholizado, pobre y con el alma desgarrada por el exilio, además de por la esquizofrenia incurable de su bella esposa— publicó cientos de artículos y reportajes periodísticos que, leídos hoy, aportan un vivaz testimonio de la convulsa Europa de entreguerras. El agudo reportero, de pluma ágil y verbo preciso, seguía a rajatabla un lema que le honraba: “Ser capaz de decir en medio folio cosas interesantes”. En castellano contamos con varias selecciones de sus artículos: Crónicas berlinesas (Minúscula), La filial del infierno en la tierra (Acantilado) y El juicio de la historia (Siglo XXI), que siempre saben a poco; a éstos se suman ahora Viaje a Rusia y Judíos errantes.

Viaje a Rusia
En 1926, el Frankfurter Zeitung envió a Roth a la Unión Soviética como corresponsal. Hacía apenas nueve años del triunfo de la Revolución de Octubre y Europa vivía ávida de noticias de aquel añorado paraíso proletario. Roth llegó ilusionado, pues también él creía en la derrota de las desigualdades sociales, pero lo que vio le dejó perplejo, tanto que con sorna le comentaría a Walter Benjamin que entró en Rusia “casi como un bolchevique convencido” pero que salía del país como “monárquico”.

Ciudades de gentes grises y mal vestidas, sin poesía, sin pasado, en las que reina el apresuramiento y donde hombres y mujeres fruncen el ceño; en las que ya no hay lugar para la vida privada, acosada entre las asambleas y la fábrica; donde no se estilan el lujo ni las frivolidades, pero los odiados “burgueses” son sustituidos por una nueva especie: el “proletario-filisteo”. Roth describe las costumbres impuestas por el joven Estado soviético que ha implantado por decreto el racionalismo banal que rige una vida sin metafísica; o la nueva moral sexual que sepulta el erotismo y convierte a la mujer “liberada” en un asexuado “factor social de producción”. Con amargura, Roth constató en sus artículos la evidencia de que el joven Estado comunista estaba lejos de alcanzar una nueva sociedad más humana. Fragmentos del diario que el escritor llevó durante el viaje, incluidos en el libro, muestran, además, la creciente ansiedad personal que por aquella época atenazaba al escritor, a disgusto en aquella Rusia inhóspita; los sentimientos hacia Friedl, su mujer, lo acuciaban: “Uno no puede viajar si tiene el corazón unido a alguien”, escribía.


Judíos errantes
Concluido el periplo ruso, Roth terminó asimismo el tercer libro que nos ocupa, un memorable reportaje en el que describe las costumbres y el carácter de los judíos centroeuropeos y orientales en la época de entreguerras. En 1927 Europa rebosaba de miembros de esa raza errante y malquista, y de antisemitismo: en Moscú, Viena, Berlín y hasta en París los judíos eran visibles por doquier: magnates, chamarileros y pordioseros, artistas, comerciantes e intelectuales; también emigraban a América, y se los veía apiñados en estaciones y puertos, siempre cargados de hijos y de trastos, yendo de una patria a otra, sin tener ninguna, adaptándose a todas y soñando con ficticios Estados en las nubes. Libro imprescindible, un ejemplo más de esa prosa potente y expresiva de Roth, tan ingenioso en metáforas como atento a los detalles, y todo ello teñido de empatía y nostalgia. 

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Cartas (1911-1939)

Se estima que Joseph Roth (1894-1936) escribió unas 5.000 cartas a lo largo de su vida; la mayor parte de ellas hoy dispersas o destruidas. Esta espléndida edición en castellano reproduce la alemana de Kersten, amigo de Roth; recoge una pequeña parte, aunque significativa, de las misivas de quien fuera autor de novelas tan esenciales como La marcha Radetzky o Job, pero también de cientos de artículos y vivaces reportajes periodísticos. 

Joseph Roth, Cartas
Roth fue un hombre zarandeado por los avatares de su tiempo. Con clarividencia vio la catástrofe que se avecinaba sobre Europa con la llegada de los nazis (“banda de asesinos y mierdecillas”), mientras que otros conspicuos escritores tardaron en advertirla, léase Thomas Mann, a quien Roth tachaba de “ingenuo” y miraba con prevención: “Es uno de esos hombres que lo permiten todo con el pretexto de comprenderlo todo”; y hasta el propio Stefan Zweig, gran amigo y mecenas de Roth y a quien éste último tuvo que abrirle los ojos a la realidad política en varias ocasiones. Las numerosas cartas entre ambos contenidas en este volumen demuestran el alto aprecio que se tuvieron; Zweig afirmó de Roth que era mejor escritor que él mismo.
Nervioso, apasionado, locuaz, observador e inteligente, Roth fue fiel a sus amigos; conciliador y cariñoso casi siempre, en otras ocasiones se mostraba vehemente y punzante en sus juicios. Su ágil pluma y su estilo fresco, de verbo claro, periodístico y explícito seduce tanto en estas cartas como en el resto de sus escritos; hay aquí algunas del Roth adolescente, pero la mayoría datan de su vida adulta; todas son documentos imprescindibles de un crítico y eficaz observador de su tiempo, que sufrió el desarraigo en tanto que judío y súbdito de la extinta monarquía austrohúngara, además de sonoras desgracias personales. Nunca tuvo residencia fija, siempre anduvo escaso de fondos y su joven esposa terminó internada en un sanatorio para enfermos mentales; Roth vivió con mala conciencia creyendo que podría haber hecho más por ella; escribía por dinero a marchas forzadas y ya desde muy pronto, aliviaba su tensión con el alcohol. El exilio final en París a causa de los nazis lo hizo depender de la caridad de sus amigos; finalmente lo mató el delirium tremens y el disgusto por Europa. 
Esta vida azarosa volcada en la literatura y dolida por las circunstancias es lo que reflejan estas cartas, plagadas de anécdotas e historias; sus destinatarios no son muchos; de entre ellos destacan, además de Zweig, Klaus Mann, René Schikele o la traductora Blanche Gidon. Su lectura aportará más luz a los escritos y la biografía de este genial autor. Buena traducción, como todas las de Gil Bera.

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El polifacético y gran escritor austrohúngaro y judío Joseph Roth (1894-1939), cuya obra con tan buena fortuna están recuperando Acantilado y otras editoriales españolas, fue un magnífico periodista; en castellano contamos con varios volúmenes que dan cuenta de ello, por ejemplo, el imprescindible Viaje a Rusia o sus impagables Crónicas berlinesas (Minúscula). En el artículo de costumbres, así como en la descripción de tipos, ambientes y lugares, Roth fue un maestro. 

Primavera de café
            A este último género pertenecen los textos que recopila Primavera de café. Corría el año 1919 cuando Roth, recién licenciado de la guerra, regresaba a Viena, la ciudad que lo había acogido en 1913 y en la que inició sus primeros pasos como periodista y escritor. El diario Der Neue Tag lo contrató como reportero fijo: era el inicio de la flamante carrera periodística de Roth, cuya firma llegaría a ser muy cotizada en Austria y Alemania.
 Más de cien artículos para el citado diario recreaban anécdotas y lugares de la siempre majestuosa Viena, que se despabilaba tras el aturdimiento de la tormenta bélica. Poco a poco resurgía la vida floreciente en los cafés y las tertulias, en las tiendas y locales de la metrópoli. Roth añoraba el desaparecido Imperio de los Habsburgo; tras la guerra, encontraría otro mundo no mejor que el anterior: la Primera República Austriaca. Hoy, estos espléndidos artículos proporcionan la mejor visión de la vida cotidiana, de las costumbres y las gentes de aquel tiempo de desilusiones y derrumbes, pero también de un incipiente futuro.
Encontramos aquí al genial artista que fue Roth; un excelente narrador, un observador perspicaz y un periodista que atrapaba a sus lectores con las manos abiertas de la inteligencia. Ironía y frescura es lo que transmiten estos textos; magníficos en su brevedad, incisivos y cautivadores. La edición es excelente, muy bien traducida, con acertadas fotografías de época y un útil glosario.

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