Reseña del libro Semper dolens de Ramón Andrés (editorial Acantilado), publicada en la versión web de "Babelia", suplemento cultural del diario "El País":
Ramón Andrés
Acantilado, Barcelona, 2015, 514 páginas, 24,90
euros.
Por: Luis Fernando Moreno Claros
El
ensayista y musicólogo Ramón Andrés (Pamplona, 1955) publicó en
2003 Historia del suicidio en Occidente
(Península). Semper dolens nace de la
revisión y ampliación de aquel primer texto, aquilatado ahora por la mejor
sabiduría de su autor y sazonado por el paso de los años con más testimonios y
abundantes reflexiones sobre la muerte voluntaria; el término “suicidio”,
impregnado en un principio de un mayor tinte moral, nació en la Inglaterra del
siglo XVII.
Semper dolens, Ramón Andrés |
Cuantos
conozcan otras obras de este autor, el monumental Diccionario de música, mitología, magia y religión
(2012), El luthier de Delft (2013), o las
estudios biográficos de J. S. Bach y Mozart, sabrán ya de la enorme erudición
de Ramón Andrés, que también en este volumen es asombrosa: desde las culturas
de Mesopotamia y el antiguo Egipto, Grecia, Roma y hasta nuestros días, el
lector asiste a un repaso histórico de cómo fue entendido y se encaró
socialmente el hecho de darse muerte a uno mismo; pero no sólo eso, porque este
ensayo es además una reflexión sobre el valor de la vida y de la muerte en tan
diferentes edades y culturas a través de textos fundamentales e ideas. A la
par, se recuerdan suicidios célebres, desde los que se consideraron
“ejemplares” como los de Sócrates, Lucrecia o Catón, hasta el pistoletazo
literario de Werther —con su cola de muertes voluntarias causadas por una
extraña moda romántica de desesperación amorosa—, hasta llegar a los suicidios
de Celan y Améry, sobrevivientes del Holocauto, y muchos más.
De
considerarlo los autores del mundo clásico un acto de libertad y liberador, en
la Edad media pasó a quedar proscrito como un crimen, un atentado contra la
vida, de la que sólo Dios es dueño y señor: de ahí que se escarneciera el cuerpo
del suicida y se tomaran represalias de castigo contra su familia. Hasta los
siglos XVI y XVII, con el cambio de mentalidad promovida por insignes
intelectuales, imbuidos del espíritu de los estoicos, tales como Montaigne, JohnDonne, Tomás Moro, Justo
Lipsio o Pierre Charron, por ejemplo, se relajó un
tanto tamaña censura moral y volvió a entenderse como una decisión privada e
individual.
En
el siglo XVIII, Kant rechazó el suicidio argumentando que tenemos deberes que
cumplir con la vida y no debemos matarnos. Schopenhauer, su singular epígono,
también lo rechazó por constituir un acto que afirma la voluntad de vivir,
fuente de nuestro mal innato. David Hume, en cambio, escribió un ensayo
esclarecedor defendiendo la muerte voluntaria al modo de los antiguos, entendía
que matarse es un símbolo de libertad frente a una realidad que encadena,
atormenta y desespera. En el siglo XIX, durante la denominada “época del
genio”, se reivindicó el suicidio como un acto de afirmación del yo del
individuo único y todopoderoso. En el siglo XX, el existencialismo de Jaspers,
Sartre y en menor medida de Heidegger, vio en la muerte voluntaria un acto
libre y valiente de elección entre vivir y morir. Una salida al absurdo de la
nada vital, así lo entendió Camus; con Nietzsche, también él veía su mera
posibilidad como un consuelo para el alma atormentada y en ello coincidió con
otro gran teórico y defensor del suicidio: Cioran.
En
nuestros días, más que el matarse o no a uno mismo lo que causa polémica es la eutanasia, la posibilidad de tener una muerte dulce, la libertad de cada cual
para morir dignamente en caso de enfermedad incurable o atroz agonía sin final.
Este asunto sólo lo toca Ramón Andrés de refilón, no es el tema, sin embargo,
la eutanasia arrastra prejuicios sociales heredados de la ancestral
ambivalencia humana respecto del suicidio.
Excelente
desde el punto de vista psicológico me parece el capítulo dedicado a la
melancolía y los melancólicos —en el que se rememora a Robert Burton y su
esencial Anatomía de la melancolía, obra tan
querida a Borges; atacados de bilis negra, los seres saturnianos suelen ser más
proclives que otros a la muerte voluntaria, pero a la par, también a las
creaciones artísticas. Los artistas, con muchos suicidas notables entre ellos,
no son, sin embargo, los más propensos a quitarse la vida, pues el hecho de
pensar en sus próximas obras los libera de ello: se suicida quien no ve salida
a una situación radical, quien ha perdido la esperanza, la ilusión de vivir,
que es la fuente de toda alegría e industria. Por cierto, que el título de este
ensayo —esencial ya en el mundo de habla hispana— proviene del lema con el que
el compositor inglés John Dowland rubricaba sus inmortales obras para laúd y
sus lánguidas canciones: “Semper Dowland,
Semper dolens”; él si que supo transformar el dolor y melancolía en las
espléndidas Lachrimae, que elevan el llanto hasta la cima de la
belleza.
La conclusión de Ramón Andrés en este portentoso ensayo la expone nada
más comenzar: los seres humanos, tan capaces de lo mejor como de lo peor, siempre
tuvieron causas para matarse de forma voluntaria, y son las mismas hoy que al
inicio de los tiempos: el dolor, la desesperación, el miedo, el hastío, la
tristeza, el honor mancillado, la vergüenza (y un largo “etcétera” de
desgracias)… Naturalmente, también hay componentes patológicos en muchos casos
de suicidio, pero no todo es clínica, siempre hay un algo más, y de éste trata
la historia que con tanta profusión y esmero revisa Ramón Andrés.
Para
complementar este libro, magnífico y denso, recomiendo otros dos títulos: el
sugerente ensayo Apuntes sobre el suicidio, de Simon Critchley (Alpha Decay), y Del suicidio considerado como una de las bellas artes,
de Antonio Priante (Minobitia), más literario en su intención, pero no por ello
menos concebido para animarnos a pensar el peliagudo dilema de ser o no ser.
4 comentarios:
Desde luego, es un ensayo ejemplar. Erudicción pero asumida como verdadero conocimiento, como verdadera materia de reflexión. No hay nada forzado o pretencioso. Todo lo contrario.
Un saludo.
El suicidio anticipa lo inevitable, no ser.
El suicidio anticipa lo inevitable, no ser.
El suicidio anticipa lo inevitable.
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