jueves, 14 de octubre de 2021

 Hölderlin:     El poeta genial y malogrado

 [Artículo publicado en "Babelia" el 10 de abril de 2021]

 

 

Rüdiger Safranski

Hölderlin o El fuego divino de la poesía.

Traducción de Raúl Gabás.

Tusquets Editores, Barcelona, 2021, 332 páginas, 21 euros; electrónico, 9,99 euros.

 

Peter Härtling

Hölderlin. Una novela.

Traducción de Thomas Kauf.

Piel de Zapa, Barcelona, 2020, 514 páginas, 24 euros; electrónico, 8 euros.

 

Cartas filosóficas de Hölderlin

Edición de Helena Cortés y Arturo Leyte.

Estudio preliminar: El filósofo que no quería serlo.

La Oficina, Madrid, 2020, 200 páginas, 20 euros.

 

Luis Cernuda y Friedrich Hölderlin: traducción, poesía y representación.

Javier Adrada de la Torre.

Prólogo de Antonio Colinas.

Comares, Granada, 2021, 146 páginas, 16 euros.

 

 

En 2020 se celebró el 250º aniversario del nacimiento de Friedrich Hölderlin (1770-1843), el genial poeta alemán. Con ocasión de la efeméride, el filósofo y biógrafo Rüdiger Safranski publicó en Alemania la obra que ahora aparece en castellano. No viene sola, coincide con la reedición de la novela de Peter Härtling sobre la vida del poeta, con una selección de cartas filosóficas, y con un esclarecedor ensayo que analiza la traducción de Luis Cernuda de algunos poemas de Hölderlin.

 

 

             

Safranski es autor de elogiadas biografías, de SchopenhauerHeidegger o Goethe; esta vez presenta un libro que carece del apasionamiento de sus primeras obras y que parece escrito con desgana, sólo con ocasión del centenario; nada nuevo aporta sobre Hölderlin. En España contamos con otras biografías del poeta: Helena Cortés es autora de La vida en verso (Hiperión, 2014), una «biografía poética», muy grata de leer y bien documentada; Antonio Pau publicó en 2008: Hölderlin. El rayo envuelto en canción (Trotta). Nada envidian a la de Safranski. Éste refiere parcamente los hechos conocidos de la vida del personaje, sin profundizar; tampoco se adentra en su psicología; y da la impresión de que le parece superfluo o le causa hastío narrar lo que otros ya contaron con detalle. 

 

 

La vida del melancólico Hölderlin, exaltado y tierno, da mucho juego narrativo para un buen biógrafo. Así lo vio Härtling, quien en 1976 publicó Hölderlin. Una novela; en realidad, una biografía con algunos pasajes novelados. 

 



Peter Härtling: Hölderlin

 



Si olvidamos la cantidad de pequeñas erratas de esta edición de Piel de Zapa (que recupera la de Montesinos en 1986), la “novela” constituye un magnífico acercamiento a la figura de Hölderin. Es un relato denso y exhaustivo que también vivifica a los personajes que rodearon al poeta y los parajes en los que residió; sobre todo, revela con acierto el carácter de Hölderlin: niño concentrado y listo, joven atractivo y vigoroso, fogoso y espontáneo, sensible en extremo, y dotado de un talento excepcional para la poesía y el pensamiento. Sus años mozos, hasta que la demencia lo atacó en la treintena, transcurrieron entre amigos, amores estudios y poemas; y el resto de su vida estuvo enclaustrado en una casa con torre redonda, en Tübingen, a orillas del Neckar, sobreviviendo como un loco inofensivo, aporreando el piano y regalando poemas crípticos a las visitas. Härtling evita adentrarse en esos años de reclusión y se centra en los de lucidez; Safranski sí los aborda y va algo más allá de ellos al recordarnos a los «descubridores» del poeta, los románticos alemanes, o después, Nietzsche y Heidegger, que lo adoraban.

 

    

Antes de enfermar sin remedio, Hölderlin tuvo una vida agridulce. De familia acomodada, huérfano de padre a temprana edad, su madre se empeñó en que estudiara para párroco, contra su voluntad; él le daba largas a ocuparse de una parroquia y se ganaba el sustento como preceptor privado. Inteligente y estudioso, apasionado de las letras, conoció a figuras sobresalientes de la cultura alemana, Schiller o Goethe (quien apenas le hizo caso). Mantuvo gran amistad con los filósofos Hegel y Schelling, camaradas en el seminario de Tübingen (juntos iban para teólogos, y a la vez perdieron la fe en el Dios tradicional). Juntos fundaron el movimiento filosófico del idealismo alemán y se emocionaron con la Revolución Francesa. Hölderlin era hombre pacífico, pero sí fue revolucionario de espíritu y, como tantos jóvenes de su época, albergaba la idea de que, de la mano de unos líderes más honestos y sabios, llegaría para la humanidad una época definitiva de igualdad, fraternidad y libertad. Soñaba con gobiernos de hombres con cabeza, nada de déspotas, matones y descerebrados. Se desilusionó ante la crueldad sanguinaria de la Revolución, aunque se consoló pensando que los traidores a las grandes ideas sucumben, pero que éstas permanecen y que algún día serán realidad. 

 

    Vivió una época llena de cambios y contradicciones. Como visionario, en sus himnos elegíacos alertó de la crisis de la época moderna: un tiempo de transición que ha perdido a los dioses y la conciencia de lo sagrado, en el que el hombre se halla en peregrinación hacia la nada o hacia un nuevo renacer. Hölderlin lo llamó “el tiempo de la indigencia”, ése en el que los antiguos dioses han desaparecido, y los venideros, si es que los hubiere, no han llegado todavía.

        Aunque veía mayor hondura en la poesía que en la filosofía, tan atada a los conceptos, estudió filosofía con pasión, por ejemplo, a Kant. Helena Cortés y Arturo Leyte publicaron en 1990 su traducción de la Correspondencia completa de Hölderlin (Hiperión). De aquel volumen, hoy agotado, extraen algunas cartas en las que el poeta trata de filosofía. Es una delicia leer estas misivas emotivas y francas, en las que explica a su manera algunas cuestiones filosóficas.

 

        En cuanto a su vida afectiva, el hermoso Hölderlin enamoraba con facilidad a mujeres y hombres (a su amigo Sinclair), pero fue desgraciado. Se apasionó por una mujer con la que no podía casarse: Susette Gontard, madre de un niño del que fue preceptor. La única manera de poseerla fue literaria: la idealizó en la figura de Diótima, la amada de Hiperión, el héroe de la novela homónima, obra en prosa de Hölderlin y que es una de las más bellas de las letras germanas.

 

El amor imposible, la libertad nunca alcanzada, la república que jamás llega, la existencia inconsistente, todo ello contribuyó tal vez al advenimiento de la enfermedad que lo privó en vida de la lucidez que sí iluminó sus versos, como éstos que tradujo el sevillano Cernuda en 1935, ayudado por el filósofo germano Jean Gebser: “Mas no es dado a nosotros / tregua en paraje alguno;/ desaparecen, caen / los hombres resignados / ciegamente, de hora/ en hora, como agua/ de una peña arrojada/ a otra peña, a través de los años/ en lo incierto, hacia abajo”. Así es la condición humana según Hölderlin: sin dioses que los mimen, sin apoyos, frágiles, a los seres humanos sólo les queda el abismo de la existencia. 

 

 Luis Fernando Moreno Claros 


 

miércoles, 13 de octubre de 2021

 

Stefan Zweig más cercano que nunca

          (Reseña publicada en "Babelia" el 30 de julio de 2021) 


Stefan Zweig

Diarios

Edición de Knut Beck

Prefacio de Mauricio Wiesenthal

Traducción de Teresa Ruiz Rosas

Acantilado, Barcelona, 2021, 425 páginas, 32 euros.

 

En 1984 la editorial alemana Fischer publicó por primera vez los Diarios de Stefan Zweig. Era un solo volumen en octavo de 600 páginas, de las cuales 200 contenían los comentarios del editor: Knut Beck. Captaron el interés del público porque Zweig nunca compuso obras autobiográficas, exceptuando El mundo de ayer. Cuando el escritor y su segunda esposa, Lotte Altman, abandonaron Europa para siempre, los nueve cuadernos que contenían los diarios quedaron en la casa de la ciudad de Bath, en Inglaterra. Gracias a su publicación póstuma pudo conocerse a Zweig más de cerca, porque estos escritos contenían confidencias e impresiones inmediatas nunca antes divulgadas. Nacían de la espontaneidad e impulsadas por el ardor del momento.

Zweig nunca fue un diarista apasionando, al estilo de André Gide o de Thomas Mann. En varias etapas de su vida intentó someterse a esta disciplina cotidiana, aunque se cansaba pronto. Solía empezar un diario con ocasión de efemérides concretas que creía dignas de mención para ser recordadas en un futuro: situaciones personales, algunos viajes o la guerra y la situación política. Pero su temperamento fogoso era inconstante, pasaba raudo de la exaltación al desánimo y, a menudo, sólo encontraba la calma refugiándose en su obra y olvidándose de todo lo demás. Esa inconstancia se aprecia en estos apuntes, a menudo muy intensos, pero fragmentarios y llenos de lagunas temporales.

El estupendo volumen de Acantilado, traducido con eficacia y enriquecido con comentarios que actualizan los de Beck, comprende todos los diarios que se han conservado. Al parecer, falta algún cuaderno correspondiente a los años mozos del escritor, perdido ya en vida de Zweig. Los editados datan de 1912, 1914 y 1918; luego pasan a 1931, 1935 y 1936, para finalizar en 1939 y 1940.

Zweig nunca fue proclive a comentar sus propias obras, y esta ausencia se refleja en los diarios, que tampoco contienen reflexiones filosóficas o pensamientos sobre literatura, se centra en consignar acontecimientos del momento. Aún así, constituyen una fuente biográfica e histórica inestimable para conocer las sensaciones del escritor frente a la Gran Guerra y la catástrofe europea del advenimiento del nazismo, aunque también reflejan dos gozosos viajes a Nueva York y Brasil.

El tono mundano de las entradas del primer diario (1912 a 1914) es muy distinto del resto. Zweig tenía treinta y un años cuando las consignó, vivía en Viena en un apartamento propio y con un criado; saboreaba sus incipientes éxitos literarios. Como hombre atractivo, cosmopolita, libre y rico, al estilo de su admirado Casanova, entusiasmaba a las mujeres. Su autorretrato de esta época bien pudiera ser el del personaje masculino de Carta de una desconocida: apasionado en el amor de una noche, pero frío de sentimientos e incapaz de comprometerse con relaciones duraderas. Zweig adoraba París. El diario recoge una apasionada estancia en la ciudad de la luz, en la que, a la vez que visitaba a buenos amigos como Romain Rolland, trababa amistades femeninas en tranvías y parques. En uno de sus paseos conoció a la joven modista Marcelle, con la que viviría «noches tórridas», según anota el apuesto donjuán. Es posible que la muchacha quedase embarazada y que abortara —las palabras a este respecto son crípticas—. Al poco tiempo, Zweig regresó a Viena y se despreocupó del asunto. En 1914 volvió a París y encontró a Marcelle «más bella que antes» y sin ningún atisbo de reproche. La relación con la chica francesa no le impidió mantener a la vez un romance con la austríaca Friderike von Winternitz, una belleza en la treintena, casada insatisfecha y madre de dos niñas, que lo enamoró mediante una carta anónima. Pese a que Zweig quería sobre todas las cosas «ser libre e independiente», se comprometerá con Friderike, se casarán y luego se divorciarán, pero nunca dejarán de ser amigos y ella siempre será un apoyo para él: la calma de su tempestad interior. Pero esto no aparece en ninguno de sus diarios.

Esta frivolidad de señorito privilegiado del imperio austrohúngaro de la que Zweig hacía gala en 1912 desapareció en los años posteriores: la I Guerra Mundial marcó el final de su mundo de ayer y tuvo que madurar. Las anotaciones de los dos primeros años de guerra son tristes, llenas de malos presentimientos, trágicas; ya desde el primer día de las hostilidades, Zweig mostró su rechazo a una guerra que supo perdida e inútil. En 1914 quedó libre de servir como soldado, en 1915 entró a formar parte del servicio de propaganda en el Archivo de Guerra. Junto con otros escritores, entre ellos Rilke, cooperó como redactor y censor en la retaguardia. Nunca vio el frente, lo atisbó de lejos en un viaje que hizo a Galitzia, devastada por los rusos. Dejó notas vibrantes del trayecto; de los trenes atestados de valientes soldados que iban al frente cantando, intuyendo que quizá no sobrevivirían o que regresarían con terribles heridas como las que él mismo pudo ver en un estremecedor hospital de campaña. Las impresiones de los años de guerra forjaron el pacifismo militante que Zweig exhibiría antes de que terminara la contienda y en su drama Jeremías.

            Entre finales de 1917 y principios de 1918, Zweig pasó unos meses en Suiza. Allí, junto a Friderike, halló tranquilidad y pudo dedicarse a escribir. Afianzó su gran amistad con Rolland, a quien admiraba por su integridad de hombre ejemplar; conoció a escritores como Fritz von Unruh o Hans Carossa; se hizo amigo del grabador belga Frans Masereel, y trató a exiliados de varios países. En esos meses, Zweig exultaba optimismo al encontrarse de nuevo en un ambiente literario y cosmopolita. En cambio, a finales de 1918, con Europa devastada y disuelto el imperio de los Habsburgo, le invadió un profundo pesimismo: «La guerra se ha cobrado una terrible venganza contra quienes la deseaban: emperadores, reyes, diplomáticos, militares, capitalistas… su mundo se desmorona. Nos hallamos ante un cambio como el de la Revolución francesa, con la única diferencia de que todo ha adquirido unas dimensiones monstruosas. Tendremos que aprender a vivir de otro modo, no queda más remedio». Y Europa es la que le dolerá de nuevo en 1931, cuando inicia otro diario al verla otra vez en peligro: «Nuestro continente no volverá a ser habitable hasta que esté unificado y ofrezca en su espacio libertad de movimientos».

            Ya en 1935, en un cambio de escenario, en Nueva York, Zweig rebosa entusiasmo en sus notas, está fascinado por la ciudad: le encantan los inmensos edificios y la apertura de miras de aquel «crisol de todas las culturas». Asiste a conciertos, junto a la elite cultural neoyorquina, es amigo personal de Toscanini y de Bruno Walter. Imparte conferencias ante un público numeroso, aunque le invade el pánico escénico; lo que de verdad ansía es deambular a solas por las avenidas. Visita el Metropolitan Museum y el Cotton Club, donde lo cautiva el claqué de los bailarines negros.

            Un embeleso semejante sintió también en su primer viaje a Río de Janeiro, en 1936; allí sus obras gozaban de gran fama. Curiosamente, la primera escala de esta travesía fue Vigo; acababa de estallar la guerra civil en España, había falangistas y soldados insurrectos por las calles; pero al escritor le arrebató la belleza de las españolas: «He visto más chicas guapas en dos horas en España que en Inglaterra en los meses que llevo viviendo allí». Una vez en Río quedó prendado de la ciudad. Lo trataron de maravilla. El dictador Getúlio Vargas lo recibió en privado, hablaron de Austria y de las operetas de Léhar. Todo eran elogios y parabienes públicos; Zweig pronunció una conferencia a la que asistieron dos mil personas. Le alegraba la «libertad» de los brasileños, la mezcla de razas, la falta de prejuicios que observaba a su alrededor; la belleza de las mulatas. Le entusiasmaron el paisaje, la luz, la selva, las montañas, el mar. Por todo ello Brasil no se le iría ya nunca del corazón; y hasta escribió un libro sobre aquella maravilla: Brasil país de futuro. Qué ironía que fuera precisamente en Brasil, en la ciudad de Petrópolis, donde Zweig y Lotte se suicidaron en 1942, cuando habían perdido la esperanza en el «futuro».

            Ese triste final lo auguran los apuntes desesperanzados de 1939 y 1940; Zweig cree que Europa está perdida, que Hitler lo conquistará todo y que no tendrá piedad con los vencidos, y menos con judíos como él y su esposa. Los diarios terminan cuando París ha caído en manos de los nazis y se teme una invasión de Inglaterra. Los Zweig han comprado una casa en Bath, en la que sólo han vivido unos meses. Aunque les han concedido la naturalización inglesa, a efectos de convivencia diaria se los ve como «austriacos», enemy aliens. No quieren vivir así, sin respeto ni amistades. Tienen un escape: Brasil; atrás dejarán un mundo irrecuperable. Zweig cumplirá pronto sesenta años; pesimista y desilusionado, se siente «viejo» para volver a empezar; durante unos meses todavía hará un último esfuerzo por recuperarse en el exótico país, pero será en vano. Luis Fernando Moreno Claros