Recuperamos una serie de reseñas de libros de Stefan Zweig firmadas por Luis Fernando Moreno Claros, aparecidas hace ya unos años en el suplemento cultural ABC Cultural (diario ABC) y en el suplemento cultural Babelia (diario El País). La afición y el entusiasmo en España por la obra de Stefan Zweig no decrece, sino que incluso aumenta cuanto más lectores la conocen; por eso no resultará baladí recordar aquí algunas de las reseñas que sin duda ayudaron a animar tal entusiasmo.
ABC Cultural publicó el siguiente artículo y la reseña que lo acompaña ( La piedad peligrosa) el sábado 5 de junio de 1999, con él dio comienzo la recuperación de la obra de Stefan Zweig en España.
ABC Cultural publicó el siguiente artículo y la reseña que lo acompaña ( La piedad peligrosa) el sábado 5 de junio de 1999, con él dio comienzo la recuperación de la obra de Stefan Zweig en España.
Stefan Zweig: escritor de éxito,
ciudadano del mundo y pacifista
En
las décadas de los años veinte y treinta del presente siglo, Stefan Zweig
(1881-1942) era el escritor más célebre de Europa. Conocido prácticamente en
cualquier punto del globo, las tiradas de sus libros se multiplicaban sin cesar
mientras se traducían a más de cincuenta lenguas. Thomas Mann afirmó en 1954
que, desde los tiempos de Erasmo, ningún otro autor europeo había llegado a ser
tan leído ni tan popular como este austriaco de origen judío. Hijo de un
acaudalado hombre de negocios establecido en Viena, Zweig pudo dedicarse desde
muy joven a la literatura con el consentimiento y el amparo de su padre.
Publicó artículos, poemas y reseñas en los mejores periódicos de la activa
capital de los Habsburgo; simultáneamente se doctoró en filosofía y literatura
y viajó sin cesar por toda Europa trabando amistad con las personalidades más
relevantes del mundo cultural del viejo continente (Verhaeren, Rolland, Rilke;
luego, Freud, Hesse, Mann, Gorki). Desde muy joven, profesó el europeísmo y el
cosmopolitismo; consideraba que ningún ser humano merecía ser despreciado a
causa de su origen, religión u otras particularidades suyas o de su nación.
Como judío, sostuvo que la diáspora había fomentado la integración de los de su raza en el mundo; miraba con recelo el sionismo, que pretendía crear una nación judía, aglutinar a sus miembros y, diferenciándolos, predisponerlos al enfrentamiento con otras naciones. Zweig era pacifista, creyó en el ideal de Tólstoi y en la posibilidad de una paz duradera para Europa si triunfaba en ella la cultura y se superaban los odios nacionales. Pensaba en la creación de una «república espiritual» de las artes, las ciencias y las letras, que indudablemente vencería a la otra de los estadistas absurdos y la sinrazón. Sin embargo, durante los sesenta años que duró su vida, Zweig tuvo ocasión de asistir al paulatino desmoronamiento de sus ideales.
La Gran Guerra de 1914 aniquiló las antiguas monarquías y destruyó definitivamente un mundo que ya no habría de regresar jamás. Pese a ello, Stefan Zweig se esforzó por alentar a sus congéneres en la necesidad de una fe aún más intensa en la potencia creadora de los seres humanos, pues sólo esta fuerza podría oponerse al poder ciego y destructivo que había conducido al embrutecimiento del espíritu. A semejanza de Goethe, Zweig cifraba su apasionado amor por la existencia en esa curiosidad y esa admiración incesantes suscitadas por el milagro humano de engendrar y concebir. Tras la catástrofe bélica, la imagen del hombre creador lo obsesionaba, pues sólo en él veía la potencia capaz de hacer avanzar a la Humanidad hacia nuevos horizontes. Aunque el espíritu de la cultura hubiera sido derrotado un vez más por las fuerzas del mal, el ejemplo de los artífices de tal espíritu seguía aún vivo tras la derrota. De ahí su interés por la gran literatura y los grandes creadores de todas las épocas, entre los que contaba a Balzac, Dostoyevski, Nietzsche, Hölderlin o Dickens. Entre 1925 y 1940, Zweig dio al mundo lo mejor de su producción literaria: apasionadas biografías de personajes históricos como Fouché, María Antonieta o Erasmo de Rotterdam, ensayos como los célebres sobre Mary Baker, Freud o Montaigne y un número considerable de relatos apasionantes en la más pura tradición novelística de los grandes narradores del siglo XIX y la corriente literaria austriaca encabezada por Schnitzler. Su estilo sobrio y ágil, la fuerza psicológica de sus argumentos y la incisión con la que trata a sus personajes, le depararon un éxito desconocido hasta entonces por otros escritores de su generación.
Cuando los nazis accedieron al poder y en las ciudades universitarias alemanas comenzaron a arder piras de libros proscritos por el régimen, también se inmolaron las obras de Stefan Zweig; sólo en contadas bibliotecas, ocultos en el denominado «armario de los envenenados», se consignaron algunos ejemplares para uso «científico», esto es, a fin de que los necios eruditos a sueldo de aquel Estado fantoche los denostaran y escribieran mamotretos plagados de injurias acerca de la insania de un autor «no alemán», «ajeno al nuevo espíritu germánico». En 1934, la hermosa villa que Zweig poseía en Salzburgo, que constituía un centro de atracción de las más grandes personalidades de la época (Joyce, Wells, Werfel, Valéry, Richard Strauss, Alban Berg, Bruno Walter o Toscanini son sólo un ejemplo de quienes la visitaron), fue prácticamente asaltada y registrada salvajemente por la policía secreta que acusaba al pacifista Zweig de tráfico de armas para instigar un levantamiento socialista.
Como judío, sostuvo que la diáspora había fomentado la integración de los de su raza en el mundo; miraba con recelo el sionismo, que pretendía crear una nación judía, aglutinar a sus miembros y, diferenciándolos, predisponerlos al enfrentamiento con otras naciones. Zweig era pacifista, creyó en el ideal de Tólstoi y en la posibilidad de una paz duradera para Europa si triunfaba en ella la cultura y se superaban los odios nacionales. Pensaba en la creación de una «república espiritual» de las artes, las ciencias y las letras, que indudablemente vencería a la otra de los estadistas absurdos y la sinrazón. Sin embargo, durante los sesenta años que duró su vida, Zweig tuvo ocasión de asistir al paulatino desmoronamiento de sus ideales.
La Gran Guerra de 1914 aniquiló las antiguas monarquías y destruyó definitivamente un mundo que ya no habría de regresar jamás. Pese a ello, Stefan Zweig se esforzó por alentar a sus congéneres en la necesidad de una fe aún más intensa en la potencia creadora de los seres humanos, pues sólo esta fuerza podría oponerse al poder ciego y destructivo que había conducido al embrutecimiento del espíritu. A semejanza de Goethe, Zweig cifraba su apasionado amor por la existencia en esa curiosidad y esa admiración incesantes suscitadas por el milagro humano de engendrar y concebir. Tras la catástrofe bélica, la imagen del hombre creador lo obsesionaba, pues sólo en él veía la potencia capaz de hacer avanzar a la Humanidad hacia nuevos horizontes. Aunque el espíritu de la cultura hubiera sido derrotado un vez más por las fuerzas del mal, el ejemplo de los artífices de tal espíritu seguía aún vivo tras la derrota. De ahí su interés por la gran literatura y los grandes creadores de todas las épocas, entre los que contaba a Balzac, Dostoyevski, Nietzsche, Hölderlin o Dickens. Entre 1925 y 1940, Zweig dio al mundo lo mejor de su producción literaria: apasionadas biografías de personajes históricos como Fouché, María Antonieta o Erasmo de Rotterdam, ensayos como los célebres sobre Mary Baker, Freud o Montaigne y un número considerable de relatos apasionantes en la más pura tradición novelística de los grandes narradores del siglo XIX y la corriente literaria austriaca encabezada por Schnitzler. Su estilo sobrio y ágil, la fuerza psicológica de sus argumentos y la incisión con la que trata a sus personajes, le depararon un éxito desconocido hasta entonces por otros escritores de su generación.
Cuando los nazis accedieron al poder y en las ciudades universitarias alemanas comenzaron a arder piras de libros proscritos por el régimen, también se inmolaron las obras de Stefan Zweig; sólo en contadas bibliotecas, ocultos en el denominado «armario de los envenenados», se consignaron algunos ejemplares para uso «científico», esto es, a fin de que los necios eruditos a sueldo de aquel Estado fantoche los denostaran y escribieran mamotretos plagados de injurias acerca de la insania de un autor «no alemán», «ajeno al nuevo espíritu germánico». En 1934, la hermosa villa que Zweig poseía en Salzburgo, que constituía un centro de atracción de las más grandes personalidades de la época (Joyce, Wells, Werfel, Valéry, Richard Strauss, Alban Berg, Bruno Walter o Toscanini son sólo un ejemplo de quienes la visitaron), fue prácticamente asaltada y registrada salvajemente por la policía secreta que acusaba al pacifista Zweig de tráfico de armas para instigar un levantamiento socialista.