Stefan Zweig más cercano que nunca
(Reseña publicada en "Babelia" el 30 de julio de 2021)
Prefacio de Mauricio Wiesenthal
Traducción de Teresa Ruiz Rosas
Acantilado, Barcelona, 2021, 425 páginas, 32 euros.
En 1984 la editorial alemana Fischer publicó por primera vez los Diarios de Stefan Zweig. Era un solo volumen en octavo de 600 páginas, de las cuales 200 contenían los comentarios del editor: Knut Beck. Captaron el interés del público porque Zweig nunca compuso obras autobiográficas, exceptuando El mundo de ayer. Cuando el escritor y su segunda esposa, Lotte Altman, abandonaron Europa para siempre, los nueve cuadernos que contenían los diarios quedaron en la casa de la ciudad de Bath, en Inglaterra. Gracias a su publicación póstuma pudo conocerse a Zweig más de cerca, porque estos escritos contenían confidencias e impresiones inmediatas nunca antes divulgadas. Nacían de la espontaneidad e impulsadas por el ardor del momento.
Zweig nunca fue un diarista apasionando, al estilo de André Gide o de Thomas Mann. En varias etapas de su vida intentó someterse a esta disciplina cotidiana, aunque se cansaba pronto. Solía empezar un diario con ocasión de efemérides concretas que creía dignas de mención para ser recordadas en un futuro: situaciones personales, algunos viajes o la guerra y la situación política. Pero su temperamento fogoso era inconstante, pasaba raudo de la exaltación al desánimo y, a menudo, sólo encontraba la calma refugiándose en su obra y olvidándose de todo lo demás. Esa inconstancia se aprecia en estos apuntes, a menudo muy intensos, pero fragmentarios y llenos de lagunas temporales.
El estupendo volumen de Acantilado, traducido con eficacia y enriquecido con comentarios que actualizan los de Beck, comprende todos los diarios que se han conservado. Al parecer, falta algún cuaderno correspondiente a los años mozos del escritor, perdido ya en vida de Zweig. Los editados datan de 1912, 1914 y 1918; luego pasan a 1931, 1935 y 1936, para finalizar en 1939 y 1940.
Zweig nunca fue proclive a comentar sus propias obras, y esta ausencia se refleja en los diarios, que tampoco contienen reflexiones filosóficas o pensamientos sobre literatura, se centra en consignar acontecimientos del momento. Aún así, constituyen una fuente biográfica e histórica inestimable para conocer las sensaciones del escritor frente a la Gran Guerra y la catástrofe europea del advenimiento del nazismo, aunque también reflejan dos gozosos viajes a Nueva York y Brasil.
El tono mundano de las entradas del primer diario (1912 a 1914) es muy distinto del resto. Zweig tenía treinta y un años cuando las consignó, vivía en Viena en un apartamento propio y con un criado; saboreaba sus incipientes éxitos literarios. Como hombre atractivo, cosmopolita, libre y rico, al estilo de su admirado Casanova, entusiasmaba a las mujeres. Su autorretrato de esta época bien pudiera ser el del personaje masculino de Carta de una desconocida: apasionado en el amor de una noche, pero frío de sentimientos e incapaz de comprometerse con relaciones duraderas. Zweig adoraba París. El diario recoge una apasionada estancia en la ciudad de la luz, en la que, a la vez que visitaba a buenos amigos como Romain Rolland, trababa amistades femeninas en tranvías y parques. En uno de sus paseos conoció a la joven modista Marcelle, con la que viviría «noches tórridas», según anota el apuesto donjuán. Es posible que la muchacha quedase embarazada y que abortara —las palabras a este respecto son crípticas—. Al poco tiempo, Zweig regresó a Viena y se despreocupó del asunto. En 1914 volvió a París y encontró a Marcelle «más bella que antes» y sin ningún atisbo de reproche. La relación con la chica francesa no le impidió mantener a la vez un romance con la austríaca Friderike von Winternitz, una belleza en la treintena, casada insatisfecha y madre de dos niñas, que lo enamoró mediante una carta anónima. Pese a que Zweig quería sobre todas las cosas «ser libre e independiente», se comprometerá con Friderike, se casarán y luego se divorciarán, pero nunca dejarán de ser amigos y ella siempre será un apoyo para él: la calma de su tempestad interior. Pero esto no aparece en ninguno de sus diarios.
Esta frivolidad de señorito privilegiado del imperio austrohúngaro de la que Zweig hacía gala en 1912 desapareció en los años posteriores: la I Guerra Mundial marcó el final de su mundo de ayer y tuvo que madurar. Las anotaciones de los dos primeros años de guerra son tristes, llenas de malos presentimientos, trágicas; ya desde el primer día de las hostilidades, Zweig mostró su rechazo a una guerra que supo perdida e inútil. En 1914 quedó libre de servir como soldado, en 1915 entró a formar parte del servicio de propaganda en el Archivo de Guerra. Junto con otros escritores, entre ellos Rilke, cooperó como redactor y censor en la retaguardia. Nunca vio el frente, lo atisbó de lejos en un viaje que hizo a Galitzia, devastada por los rusos. Dejó notas vibrantes del trayecto; de los trenes atestados de valientes soldados que iban al frente cantando, intuyendo que quizá no sobrevivirían o que regresarían con terribles heridas como las que él mismo pudo ver en un estremecedor hospital de campaña. Las impresiones de los años de guerra forjaron el pacifismo militante que Zweig exhibiría antes de que terminara la contienda y en su drama Jeremías.
Entre finales de 1917 y principios de 1918, Zweig pasó unos meses en Suiza. Allí, junto a Friderike, halló tranquilidad y pudo dedicarse a escribir. Afianzó su gran amistad con Rolland, a quien admiraba por su integridad de hombre ejemplar; conoció a escritores como Fritz von Unruh o Hans Carossa; se hizo amigo del grabador belga Frans Masereel, y trató a exiliados de varios países. En esos meses, Zweig exultaba optimismo al encontrarse de nuevo en un ambiente literario y cosmopolita. En cambio, a finales de 1918, con Europa devastada y disuelto el imperio de los Habsburgo, le invadió un profundo pesimismo: «La guerra se ha cobrado una terrible venganza contra quienes la deseaban: emperadores, reyes, diplomáticos, militares, capitalistas… su mundo se desmorona. Nos hallamos ante un cambio como el de la Revolución francesa, con la única diferencia de que todo ha adquirido unas dimensiones monstruosas. Tendremos que aprender a vivir de otro modo, no queda más remedio». Y Europa es la que le dolerá de nuevo en 1931, cuando inicia otro diario al verla otra vez en peligro: «Nuestro continente no volverá a ser habitable hasta que esté unificado y ofrezca en su espacio libertad de movimientos».
Ya en 1935, en un cambio de escenario, en Nueva York, Zweig rebosa entusiasmo en sus notas, está fascinado por la ciudad: le encantan los inmensos edificios y la apertura de miras de aquel «crisol de todas las culturas». Asiste a conciertos, junto a la elite cultural neoyorquina, es amigo personal de Toscanini y de Bruno Walter. Imparte conferencias ante un público numeroso, aunque le invade el pánico escénico; lo que de verdad ansía es deambular a solas por las avenidas. Visita el Metropolitan Museum y el Cotton Club, donde lo cautiva el claqué de los bailarines negros.
Un embeleso semejante sintió también en su primer viaje a Río de Janeiro, en 1936; allí sus obras gozaban de gran fama. Curiosamente, la primera escala de esta travesía fue Vigo; acababa de estallar la guerra civil en España, había falangistas y soldados insurrectos por las calles; pero al escritor le arrebató la belleza de las españolas: «He visto más chicas guapas en dos horas en España que en Inglaterra en los meses que llevo viviendo allí». Una vez en Río quedó prendado de la ciudad. Lo trataron de maravilla. El dictador Getúlio Vargas lo recibió en privado, hablaron de Austria y de las operetas de Léhar. Todo eran elogios y parabienes públicos; Zweig pronunció una conferencia a la que asistieron dos mil personas. Le alegraba la «libertad» de los brasileños, la mezcla de razas, la falta de prejuicios que observaba a su alrededor; la belleza de las mulatas. Le entusiasmaron el paisaje, la luz, la selva, las montañas, el mar. Por todo ello Brasil no se le iría ya nunca del corazón; y hasta escribió un libro sobre aquella maravilla: Brasil país de futuro. Qué ironía que fuera precisamente en Brasil, en la ciudad de Petrópolis, donde Zweig y Lotte se suicidaron en 1942, cuando habían perdido la esperanza en el «futuro».
Ese triste final lo auguran los apuntes desesperanzados de 1939 y 1940; Zweig cree que Europa está perdida, que Hitler lo conquistará todo y que no tendrá piedad con los vencidos, y menos con judíos como él y su esposa. Los diarios terminan cuando París ha caído en manos de los nazis y se teme una invasión de Inglaterra. Los Zweig han comprado una casa en Bath, en la que sólo han vivido unos meses. Aunque les han concedido la naturalización inglesa, a efectos de convivencia diaria se los ve como «austriacos», enemy aliens. No quieren vivir así, sin respeto ni amistades. Tienen un escape: Brasil; atrás dejarán un mundo irrecuperable. Zweig cumplirá pronto sesenta años; pesimista y desilusionado, se siente «viejo» para volver a empezar; durante unos meses todavía hará un último esfuerzo por recuperarse en el exótico país, pero será en vano. Luis Fernando Moreno Claros
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