La filósofa británica Sarah Bakewell publicó en 2016 su esperado nuevo libro: "En el café de los existencialistas" (Ariel), traducido del inglés por Ana Herrera Ferrer (traductora asimismo de libros tan recomendables como "El exilio imposible" sobre los últimos días de Stefan Zweig y "De la amistad extrema. Montaigne y La Boètie".
Dejo aquí el texto de la reseña de este título, publicada también en el suplemento cultural "Babelia", del diario "El País" el 11 de octubre de 2016.
En el café de los existencialistas.
La
autora del exitoso Cómo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel), la filósofa británica Sarah Bakewell (1963), vuelve
con otro libro que no envidia al anterior en rigor e información, aunque esta
vez el tema sea más ambicioso —nada menos que una “historia del
existencialismo”—, y tenga muchos personajes. Presentado con el atractivo de lo
prohibido: el sexo, el café y los cigarrillos, para provocar y atraer a un
público mayoritario, en realidad, este gran ensayo trata de ideas y de la
filosofía hecha vida —“habitada”, según Iris Murdoch—; por eso importan mucho
las biografías de unos pensadores cuyo principal afán fue indagar en el hecho
esencial de existir aquí, en el mundo, y comprometerse con lo vivido siendo
“auténticos”.
Recupero aquí el texto original de la reseña que publicó la revista cultural "Letras libres" en 2011 del estupendo Una vida con Montaigne.
Dejo aquí el texto de la reseña de este título, publicada también en el suplemento cultural "Babelia", del diario "El País" el 11 de octubre de 2016.
Sarah
Bakewell
En el café de los existencialistas.
Traducción de Ana Herrera Ferrer.
Ariel, Barcelona,
2016, 528 páginas, 22.90 euros. (Electrónico, 13.99).
Existencialistas |
Jean PaulSartre, Simone de Beauvoir y Martin Heidegger son los protagonistas;
acompañándolos destacan Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty o Raymond Aron,
cuyos escritos tuvieron enorme relevancia después de la II Guerra Mundial;
aparecen también Hannah Arendt, Simone Weil o Edith Stein. Y sí, es verdad, la
filosofía existencialista nació y se desarrolló acompañada de café (o de
cocteles de albaricoque), nicotina, amores y música de Jazz, porque quienes la
emprendieron eran jóvenes ansiosos de sabiduría y libertad. Debatían en los
cafés y vivían a salto de mata, pugnando por transmitir sus novedosas ideas.
Bakewell comienza con la mención del encuentro fundacional
del existencialismo moderno en el parisino café Bec-de-Gaz, en la rue
Montparnasse, entre los jovencísimos Simone de Beauvoir, su novio Sartre y el
amigo de ambos, Raymond Aron, todos licenciados en filosofía. Aron, estudiante
en Berlín, les comentó que en Alemania se filosofaba de una manera nueva: allí
dominaba la fenomenología de Edmund Husserl, cuyo lema era “¡hay que ir a las
cosas mismas!”, pensar desde las cosas y experiencias cotidianas sin las
ataduras de la tradición, mirándolas como la primera vez. Sartre se interesó
tanto que se marchó a Berlín a estudiar fenomenología: era 1933.
Bakewell nos lleva así a la cuna del hitlerismo, y a la
historia de Husserl, su fenomenología y su inmenso legado manuscrito —salvado
de las garras nazis por el monje belga Herman Van Breda. Además, hace una
magnífica y extensa semblanza del polémico Heidegger, el “filósofo del ser”,
díscolo fenomenólogo que publicó una obra sui
generis, tan influyente que marcó lo que se pensó después: Ser y tiempo. Sartre interpretó las
brumas germanas como pudo e impulsó una filosofía propia basada en la libertad
individual, cuyo postulado esencial decía que el ser humano está condenado a elegir
y lo que elige le hace ser lo que es.
Enseguida saltó a la fama con La náusea, mientras que Simone de Beauvoir, armada con su propia
filosofía de la libertad, arrolló con Elsegundo sexo, una obra liberadora para los cientos de miles de mujeres que
la leyeron. Esto sólo fue el comienzo, Bakewell es muy ambiciosa y traza la
semblanza de muchos otros personajes “existencialistas”: además de la
idiosincrática Simone, aparecen Merleau Ponty y Camus, Levinas, Patocka o BorisVian; menciona libros y revoluciones, analiza el compromiso de Sartre con los
comunistas en los años sesenta y su paradójica defensa de la violencia; los
cabreos que tuvo a cuenta de ello con Aron y Camus, más moderados. Tantas cosas
quiere abarcar Bakewell, ideas y personas, que se le desbordan un poco; eso sí,
el lector obtiene una amena visión panorámica de una inolvidable época de
activismo filosófico y político del siglo XX, plena de ideales y de libros tan influyentes
que hoy todavía no tienen parangón, y a los que podemos volver con provecho o
descubrir con ilusión. Luis
Fernando Moreno Claros
Recupero aquí el texto original de la reseña que publicó la revista cultural "Letras libres" en 2011 del estupendo Una vida con Montaigne.
Un yo humilde y escéptico
Sarah Bakewell
Traducción de Ana Herrera Ferrer
Destino, Ariel, Barcelona, 2011,
484 páginas.
La autora británica Sarah Bakewell
es profesora de escritura creativa en la londinense City University; a sus
cuarenta y siete años y con otras dos obras publicadas, inéditas en español (The Smart y The English Dane), ha saltado a la fama gracias a esta
magnífica y singular aproximación a la vida y la obra de Montaigne que ahora aparece
en castellano. Críticos de prestigiosas revistas literarias e importantes
suplementos culturales de habla inglesa la han puesto por las nubes, y en el
ámbito hispanohablante seguro que ocurrirá igual, pues el libro se lo merece.
Una vida con Montaigne |
La
figura del gentilhombre Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592) —oriundo de la
región francesa del Périgord— ha gozado últimamente en España de cierto
renacimiento gracias a la publicación en 2007 de una novedosa edición de su
obra cumbre: Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay), que ha
visto la luz bajo el sello de la editorial barcelonesa Acantilado. Traducida
con suma excelencia por J. Bayod Brau, esta nueva versión supera con creces cualquiera
de las anteriores con las que contábamos en castellano (la más reciente databa
de 1987). Poco después, también Acantilado publicó el extraordinario aunque
breve ensayo que bajo el simple título de Montaigne
escribió el gran escritor austríaco Stefan Zweig, y que en la actualidad es la
única monografía con la que cuenta el lector hispanohablante que desee conocer
la vida y la obra de autor tan imprescindible, pues este “Señor de Montaña”
—como lo denominaba Quevedo, gran lector suyo— fue ni más ni menos que el
“inventor” del género literario que conocemos bajo el nombre de “ensayo”.
Así que la presente biografía llega en buen
momento, a la par que llena un clamoroso vacío, pues no contábamos con ninguna
otra en castellano. Cómo vivir o Una vida con Montaigne es un libro ameno
y bien documentado. Bakewell domina la técnica de atrapar al lector desde las
primeras páginas, pues nada más comenzar formula la pregunta de las preguntas,
aquélla que debemos hacernos todos los seres humanos siempre que aspiremos a
ser algo más que simples animales: ¿Cómo
he de vivir? Sócrates o Kant basaron gran parte de sus filosofías en
responder a este interrogante, aunque tampoco hace falta ejercer de filósofo
para plantearse semejante cuestión. La dificultad sobreviene al tratar de darle
una respuesta adecuada, máxime cuando dicha respuesta habrá de traducirse en
acción práctica y visible para nosotros mismos y para cuantas personas nos
rodean. Bakewell sostiene que Montaige supo cómo vivir y que su modo de vida
puede servir de ejemplo en nuestros convulsos tiempos actuales; de ahí que la
autora comience cada capítulo reiterando dicha pregunta: ¿Cómo vivir? Y que la respuesta sea en cada ocasión una actitud o
un rasgo montaigneano, por ejemplo: Cuestionátelo
todo, despierta del sueño de la costumbre, se sociable, ve mundo, ten una
habitación privada en la trastienda, lee mucho y olvida lo leído, etc.
Apoyándose en dichas rúbricas que encabezan cada capítulo del libro, Bakewell
irá presentándonos los hechos más señeros de la vida de Montaigne así como los
rasgos más prominentes de su carácter, sin olvidarse de repasar someramente los
acontecimientos históricos de la época.
La
actividad literaria de Montaigne —a la que él se dedicó como a un simple hobby, sin pretensiones— comenzó con una
epifanía: al igual que San Pablo, también a él le llegó la iluminación tras
caerse de un caballo; contaba treinta y tres años y estuvo a punto de morir,
mas el roce con la muerte lo convirtió en escritor. Se dio cuenta de que lo
realmente importante es estar vivo, y que esa verdad única debía ser celebrada
guardando su memoria. De manera que su tema debía ser su propio yo, su vida
cotidiana, sus pensamientos, pequeños avatares y anhelos. Fue un escritor
humilde, a pesar del asunto tan egocéntrico del que trataba, puesto que en su persona
no había lugar para la vanidad. Al considerarse un hombre sencillo y común
mostraba sus experiencias a modo de espejo en el que pudieran verse reflejados
los demás hombres, ya que estaba seguro de que no existían grandes diferencias
entre seres de la misma especie. Admirador de la obra de Plutarco y demás
literatos de la Antigüedad, Montaigne escribía sobre todo aquello que le
llamaba la atención: desde los caníbales hasta la educación de los niños, desde
la amistad hasta la verdad de las fábulas antiguas o la existencia de monstruos
marinos. Comenzaba reflexionando sobre una cuestión inicial para terminar
explayándose sobre sus sentimientos e impresiones momentáneas, o comentaba sus
enfermedades —las torturas físicas provocadas por sus cálculos en el riñón—,
sus gustos sexuales o las inocentes delicias del juego con su gata.
Los ensayos de Montaigne |
Montaigne
era de rancio y noble abolengo rural. Escribía retirado en el lugar que más
amaba en el mundo, su biblioteca, instalada en una de las dos torres que
flanqueaban su castillo solariego de la Dordoña, ubicado en medio de viñas y
campos de labor. Atendía con displicencia los negocios, manejaba sin rigor los
asuntos agrarios —en su castillo se producía un vio con denominación de origen—
y se mantenía en muy buenas relaciones con sus subordinados y sirvientes.
Disfrutaba de una vida sencilla y sin sobresaltos. No ocultaba esto en sus
escritos, en los que jamás trató de maquillar sus debilidades, pues se sabía
enteramente humano y hasta a veces se denomina a sí mismo un “simple ganso”.
Era un sencillo mortal que merced a la mera conciencia de su fragilidad e
insignificancia aprendió a gozar del evidente hecho de estar vivo, a apartar de
su mente las ideas negativas y a abrazar lo bueno y positivo de esos pequeños
instantes luminosos que de vez en cuando podemos robar a la existencia.
En
suma, Montaigne nunca alardeó de sabiduría: “Infelices quienes sois sabios a
vuestros propios ojos” fue uno de los lemas que había mandado grabar a fuego en
las vigas del artesonado de su biblioteca; y otra sentencia más: “Los odres
vacíos se hinchan de viento, los hombres, de presunción”. Nada hay más absurdo
que creerse sabios, sostenía; y, sin embargo, sí que se alberga una suerte de
sabiduría en la capacidad de aceptarse a sí mismo con los defectos y las
pequeñas o grandes virtudes que se posean; ello nos capacita para aceptar el
mundo tal cual es, con sus luces y sombras.
Debido
a este talante sincero, humilde y antidogmático que Bakewell atribuye a
Montaigne y que muy bien podemos extraer de la lectura de Los ensayos, la autora lo elige como “maestro de vida”. Sostiene
que podemos aprender de él a pensar con autonomía. Montaigne amaba la libertad
y regía sus actos con verdades simples y efectivas: huía de la gloria, la
grandeza, la fortuna en demasía; consideraba que las mayores virtudes son las
que se adquieren con la experiencia de la cotidianeidad, que la buena salud y
la inteligencia hacen felices al hombre y que la necedad y la ignorancia lo
tornan infeliz y malvado. Montaigne no fue un “pensador” de grandes verdades,
sino un individuo de pequeñas certezas. Elogiaba la buena salud porque durante
gran parte de su vida padeció agudos cólicos de riñón. Pero hacia el final de
sus días aprendió incluso a sonreír en medio de sus atroces sufrimientos y a
deleitarse de antemano imaginando el goce que sentiría cuando remitieran. Admirador de los epicúreos antiguos, de
los estoicos y los escépticos grecorromanos, asumió a su manera lo que más le
gustaba de todos ellos: la capacidad para gozar de la vida de los primeros, el
desapego de las posesiones de los segundos y la suspensión del juicio de los
terceros. De esta manera el señor de Montaigne vivía como más le apetecía y del
mismo modo también escribía sobre lo que le gustaba; dudaba de todo y no alardeaba
de verdades concretas; nadie menos dogmático que él, nadie con menos rasgos de
fanatismo o cabezonería ideológica. De aquí la admiración de Bakewell, como
apuntábamos; pues esta manera de ser de Montaigne y la forma de explayarse en Los ensayos pueden servir como modelos y
actitudes de vida en la actualidad. Hoy, cuando la individualidad extrema y la
falta de compromisos parecen sinónimos de libertad, cuando la magia de internet
posibilita la expresión sin trabas de tanto ego, conocer a Montaigne aportará
quizás a sus lectores un temple dialogante, una actitud cortés ante la vida y
los demás individuos; una cura de humildad y contra el fanatismo; en una
palabra, más sentido común a nuestra relación con el mundo real.
Ciertamente,
la semblanza de Montaigne escrita por Bakewell se lee con sumo placer.
Percibimos el carácter del biografiado y nos seduce por su sencillez, valentía
e idiosincrasia. Una gran ventaja del libro es que de inmediato queremos releer
las páginas de Los ensayos en las que
el perigordino expresaba esto o aquello. Por lo demás, Bakewell no se limita a
hacer hagiografía de su personaje, también nos adentra de manera concisa y
somera en los avatares históricos de la terrible época de Montaigne: la Francia
del Renacimiento tardío, abrasada por cruentas guerras de religión entre
protestantes y católicos. La familia Eyquem Montaigne se mantuvo neutral en
dichos conflictos; el propio Michel llegó a ser alcalde de Burdeos; buen
diplomático y justo legislador, no tuvo que lamentar altercados bajo su
mandato. Mas antes y después de aquel período Montaigne vivió muy de cerca
—aunque sin inmiscuirse— los negros sucesos de la Noche de San Bartolomé y las
guerras civiles consiguientes. Salió ileso de todo aquello gracias a su talante
conciliador y a que vivía retirado en su propiedad rural, dedicado a sus
escritos y a cuidar de sus viñedos.
Y
uno más de los aciertos de esta obra rotunda lo conforma la extraordinaria
información aportada por Bakewell sobre los avatares sufridos a través de los
siglos por la obra de Montaigne. A la vez que describe las peripecias por las
que pasaron las diversas ediciones de Los ensayos, desde la establecida por Marie de Gournay —singular mujer,
discípula y ahijada de Montaigne a
quien Bakewell trata con cariño— hasta la posterior edición basada en el
ejemplar de Burdeos, la autora narra la historia de la recepción de Los ensayos por parte de personajes
importantes y del público en general; de cómo este libro extraordinario y
originalísimo fue leído hasta la saciedad, tan elogiado como denostado y
proscrito —tanto que se lo incluyó en el Índice de Libros prohibidos por el
Santo Oficio y como “libro impío y maldito” permaneció hasta mediados del siglo
XIX—. Pensadores tan relevantes como Pascal y Descartes despreciaron Los ensayos, mientras que Voltaire los
admiró y Nietzsche los veneró de tal modo que afirmó que el hecho de que un
hombre como Montaigne hubiera existido “aumenta el placer de vivir en este
mundo”. El autor del Zaratustra
afirmaba que con Los ensayos “uno está
perfectamente preparado para aguantar con los pies firmes sobre la tierra”. A
esta frase parece haberse ceñido Sarah Bakewell, cuyo presente libro ha de
ocupar un lugar de relevancia en cualquier biblioteca que se precie junto a Los ensayos y el breve estudio de StefanZweig: nada más necesitarán cuantos deseen saber de aquel imperecedero autor
que fue Michel de Montaigne.
Luis
Fernando Moreno Claros
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