La reseña de la correspondencia entre Hannah Arendt y Gershom Scholen que publicamos a continuación apareció impresa el sábado día 17 de febrero de 2018 en el suplemento cultural "Babelia", del diario "El País" con otro título: he aquí el enlace a la versión digital de dicha reseña.
Acuerdos y desencuentros de una amistad
Acuerdos y desencuentros de una amistad
Edición e introducción de Marie Luise Knott
(en colaboración con David Heredia)
Traducción de Linda Maeding y Lorena Silos
Trotta, Madrid, 2018, 328 páginas, 28 euros.
En estos tiempos actuales, ahítos de pasiones políticas
desbordadas, constituyen una cura eficaz contra la inercia del pensamiento los
escritos de Hannah Arendt (1906-1975), pensadora judeoalemana, exiliada a causa
del nazismo y ciudadana norteamericana. Sus obras están presentes en
castellano, bien traducidas y con abundantes reediciones. La editorial Página Indómita, por ejemplo, publicó recientemente algunos de sus artículos; en 2017
vieron la luz la sintética biografía intelectual de Arendt firmada por José Lasaga (Eila), y otra visión general de sus ideas, de Agustín Serrano de Haro (RBA).
Ahora, Trotta publica las cartas cruzadas entre Arendt y el célebre estudioso
de la cábala y la mística judía Gershom Scholem (1897-1982). Ambos
corresponsales se profesaban mutuo afecto y admiración, lo cual no impidió que
tuvieran sus desencuentros intelectuales, al tener
visiones diferentes en asuntos tan cruciales como el sionismo o la
interpretación del antisemitismo.
La edición original de
esta correspondencia es reciente. En 2010 apareció completa por primera vez en
alemán en la magnífica edición de Marie Luise Knott; en ésta se basa la
excelente traducción castellana.
Arendt/Scholem, correspondencia |
Scholem, cuyo verdadero
nombre de pila era Gerhard,
judío de familia asquenazí, nació en Berlín; con veintiséis años emigró a
Palestina. Sionista convencido, se consagró a sus estudios sobre judaísmo y
cábala. Impartió clases en la Universidad Hebrea de Jerusalén y participó
activamente en la fundación del nuevo Estado de Israel (1948). Su autoridad
intelectual creció en el mundo entero, viajó con frecuencia a Europa y fue
presidente de la Academia de Ciencias y Humanidades israelí. En castellano
contamos con sus obras más importantes: Las grandes tendencias de la mística judía (Siruela) y Los orígenes de la cábala (Paidós), así como con
la Correspondencia con Walter Benjamin (Trotta).
Scholem trabó amistad
con Arendt en 1939, cuando ella estaba exiliada en París, pasando penalidades,
junto a su segundo marido, Heinrich Blücher, y miles de exiliados
alemanes. Entre ellos se hallaba Benjamin, hundido en la miseria material y
psicológica, amigo del matrimonio. Arendt lo llamaba con cariño «Benji» e
intentó buscarle trabajo y animarlo en su soledad desesperanzada. Benjamin,
íntimo de Scholem, fue el primero en hablarle de aquella mujer «fascinante».
En estas cartas surgen a menudo los
nombres de Hans Jonas, Günther Anders, Adorno,
Horkheimer o Bertold Brecht, miembros del círculo de intelectuales judíos
formado alrededor de los años veinte en Alemania, y que tanta influiría en el
pensamiento contemporáneo. Todos tenían relación, pero Benjamin era el amigo
común y más querido de Scholem y Arendt. En París, Arendt fue testigo del
hundimiento de Benjamin y eso la conmovió; lo veía a diario, inmerso en la
lectura de Kafka, «el único autor que lo sosegaba». Charlaban sobre el libro
que ella acababa de escribir: Rahel Varnhagen (Lumen), la vida de una
culta judía asimilada en tiempos de Goethe; Benjamin lo encontró extraordinario
y así se lo transmitió a Scholem.
Crucial es la carta de 1941 en la que
Arendt le cuenta al cabalista los últimos días de Benjamin; este se suicidó en
Port Bou en septiembre de 1940 ante la imposibilidad de cruzar la frontera
española. En los últimos tiempos, contaba Arendt, a Benjamin le rondaba la idea
de poner fin a su vida.
Arendt y su marido
emigraron a América en 1942, ella llevaba consigo algunos manuscritos que le
había confiado Benjamin, sospechando él mismo que no se salvaría; en concreto,
las originales “Tesis histórico-filosóficas”. Arendt las consideraba muy
valiosas y todo su afán al llegar a Norteamérica fue publicarlas. También
Scholem se comprometió a salvar el legado intelectual de su difunto amigo. Esta
circunstancia vivificó mucho la correspondencia entre ellos. Cierta oposición a
estas publicaciones encontraron en la «capilla neomarxista»
liderada por Adorno y Horkheimer, que ni a Arendt ni a Scholem le eran
simpáticos; también éstos pugnaban por apropiarse del legado de Benjamin. Al
final todo se solucionó y unos y otros contribuyeron a divulgarlo.
El acuerdo entre Scholem
y Arendt es patente en todo lo respectivo a Benjamin; también son sinceros los
mutuos elogios que intercambian por sus respectivas obras; aún así, pronto
comenzó a manifestarse el desencuentro en lo referente al nacionalismo judío y
los derroteros políticos del Estado de Israel. Mientras que Scholem era un
sionista fiel, crítico moderado con los errores de su propio «pueblo», Arendt
se mostraba dura e irreverente. Se opuso a la creación de un Estado-nación
judío; sostenía que los judíos eran cosmopolitas y tenían que repartirse por el
mundo para engrandecerlo. Scholem era partidario de la reagrupación y la
segregación respecto de los no judíos; hasta el final de su vida se consideró a
sí mismo «un viejo sionista conservador». En varias cartas, de tono airado y
discutidor, trata de estos asuntos con ocasión de los
artículos críticos con Israel que Arendt comenzó a escribir apenas pisó suelo
americano.
A la pensadora libre que siempre fue
Arendt, exiliada en Nueva York, lejos de Europa, sólo arropada por sus amigos y
fiel a sí misma en la búsqueda de la verdad, le chocaba que un filósofo y un
teólogo de la talla de Scholem se aferrara tanto a cualquier tipo de «ismo».
Para ella el sionismo, el marxismo, o más adelante el macartismo eran
ideologías que impedían pensar y encadenaban a sus seguidores, al igual que el
nazismo. Scholem parecía no entenderlo así, al menos en lo que respecta al amor
por los Judíos y la Tierra Prometida en Palestina.
Las tensiones más
fuertes afloraron con la publicación del libro sobre el nazi Eichmann. Ahí,
Arendt se mostró toda «ella», según le escribió a Scholem: «Lo que le confunde
a usted es que mis argumentos y mi modo de pensar no son previsibles. O, con
otras palabras, que soy independiente». Con esto se refería a que siempre
hablaba «en nombre propio». Sus ideas nacieron de la libre interpretación de
las grandes figuras del pensamiento filosófico y político: Platón, Kant,
Descartes, Kierkegaard, Tocqueville, así como de la literatura que admiraba
(ella fue la primera divulgadora de Kafka en los Estados Unidos). Nunca se
adscribió a un partido.
Su libertad de pensamiento y juicio
quedó patente en el citado libro sobre el proceso a Eichmann, celebrado en 1961
en Jerusalén y al que Arendt acudió como reportera. Scholem no le perdonó a su
«admirada amiga» que hubiera dudado de los judíos en tanto que víctimas
inocentes de los nazis. En la lectura que multitud de lectores hicieron de las
reflexiones de Arendt, parecía que los judíos habían sido casi culpables de su
propia suerte, al no haber tenido coraje para defenderse; por otra parte,
algunos líderes judíos habrían facilitado el exterminio, al «cooperar de manera
involuntaria» con los nazis. Scholem acusó a Arendt de desamor por el pueblo
judío, de sarcasmo, frialdad y frivolidad al tratar unos hechos tan dolorosos.
Ella se defendió de la andanada aduciendo con firmeza que nunca había «amado a
un pueblo concreto» sino sólo a sus amigos, y que lo único que buscaba era
«comprender».
Otro asunto de honda disputa supuso
la idea de «banalidad del mal», antepuesta por Arendt a la idea de un supuesto
«mal radical» como causa primera del
Holocausto. Era vox populi entre los judíos de posguerra que el maléfico Hitler
y sus endemoniados alemanes perpetraron semejante horror. Arendt quebrantó esa
idea cuando dijo que hablar de mal radical para referirse al exterminio de los
judíos no era lo más apropiado, pues le otorgaba una dimensión teológica o
metafísica errónea. El mal en este caso era sólo banal, demasiado terreno, y
los ejecutores eran como Eichmann, personas sin pensamiento, arruinados por la
sequedad de una ideología que los cegaba para el bien. La responsabilidad de
los verdugos nunca fue discutida por Arendt, pero sí su «maldad radical». Esto
enfureció a Scholem, quien manifestó a su amiga haber sentido «vergüenza» por
su libro y por ella.
La agria disputa con
Scholem terminó alejando a Arendt del periodismo, quien se concentró en el
pensamiento político teórico y la filosofía. Murió dejando un ambicioso estudio
filosófico por terminar: La vida del espíritu. En cuanto a Scholem, la
correspondencia con Arendt se interrumpió en 1964, ella no respondió a su
última carta. Él la sobrevivió algunos años en Jerusalén, y siempre recordó con
más afecto que animadversión a aquella amiga díscola; sin ninguna duda, la
pensadora más interesante del siglo XX. L. F. M. C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario