jueves, 1 de diciembre de 2016

Sarah Bakewell: "Los existencialismos" y "Una vida con Montaigne".

La filósofa británica Sarah Bakewell publicó en 2016 su esperado nuevo libro: "En el café de los existencialistas" (Ariel), traducido del inglés por Ana Herrera Ferrer (traductora asimismo de libros tan recomendables  como "El exilio imposible" sobre los últimos días de Stefan Zweig  y "De la amistad extrema. Montaigne y La Boètie".

Dejo aquí el texto de la reseña de este título, publicada también en el suplemento cultural "Babelia", del diario "El País" el 11 de octubre de 2016.


Sarah Bakewell
En el café de los existencialistas.
Traducción de Ana Herrera Ferrer.
Ariel, Barcelona, 2016, 528 páginas, 22.90 euros. (Electrónico, 13.99).

Existencialistas
La autora del exitoso Cómo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel), la filósofa británica Sarah Bakewell (1963), vuelve con otro libro que no envidia al anterior en rigor e información, aunque esta vez el tema sea más ambicioso —nada menos que una “historia del existencialismo”—, y tenga muchos personajes. Presentado con el atractivo de lo prohibido: el sexo, el café y los cigarrillos, para provocar y atraer a un público mayoritario, en realidad, este gran ensayo trata de ideas y de la filosofía hecha vida —“habitada”, según Iris Murdoch—; por eso importan mucho las biografías de unos pensadores cuyo principal afán fue indagar en el hecho esencial de existir aquí, en el mundo, y comprometerse con lo vivido siendo “auténticos”.
Jean PaulSartre, Simone de Beauvoir y Martin Heidegger son los protagonistas; acompañándolos destacan Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty o Raymond Aron, cuyos escritos tuvieron enorme relevancia después de la II Guerra Mundial; aparecen también Hannah Arendt, Simone Weil o Edith Stein. Y sí, es verdad, la filosofía existencialista nació y se desarrolló acompañada de café (o de cocteles de albaricoque), nicotina, amores y música de Jazz, porque quienes la emprendieron eran jóvenes ansiosos de sabiduría y libertad. Debatían en los cafés y vivían a salto de mata, pugnando por transmitir sus novedosas ideas.


Bakewell comienza con la mención del encuentro fundacional del existencialismo moderno en el parisino café Bec-de-Gaz, en la rue Montparnasse, entre los jovencísimos Simone de Beauvoir, su novio Sartre y el amigo de ambos, Raymond Aron, todos licenciados en filosofía. Aron, estudiante en Berlín, les comentó que en Alemania se filosofaba de una manera nueva: allí dominaba la fenomenología de Edmund Husserl, cuyo lema era “¡hay que ir a las cosas mismas!”, pensar desde las cosas y experiencias cotidianas sin las ataduras de la tradición, mirándolas como la primera vez. Sartre se interesó tanto que se marchó a Berlín a estudiar fenomenología: era 1933.
Bakewell nos lleva así a la cuna del hitlerismo, y a la historia de Husserl, su fenomenología y su inmenso legado manuscrito —salvado de las garras nazis por el monje belga Herman Van Breda. Además, hace una magnífica y extensa semblanza del polémico Heidegger, el “filósofo del ser”, díscolo fenomenólogo que publicó una obra sui generis, tan influyente que marcó lo que se pensó después: Ser y tiempo. Sartre interpretó las brumas germanas como pudo e impulsó una filosofía propia basada en la libertad individual, cuyo postulado esencial decía que el ser humano está condenado a elegir y lo que elige le hace ser lo que es.

Enseguida saltó a la fama con La náusea, mientras que Simone de Beauvoir, armada con su propia filosofía de la libertad, arrolló con Elsegundo sexo, una obra liberadora para los cientos de miles de mujeres que la leyeron. Esto sólo fue el comienzo, Bakewell es muy ambiciosa y traza la semblanza de muchos otros personajes “existencialistas”: además de la idiosincrática Simone, aparecen Merleau Ponty y Camus, Levinas, Patocka o BorisVian; menciona libros y revoluciones, analiza el compromiso de Sartre con los comunistas en los años sesenta y su paradójica defensa de la violencia; los cabreos que tuvo a cuenta de ello con Aron y Camus, más moderados. Tantas cosas quiere abarcar Bakewell, ideas y personas, que se le desbordan un poco; eso sí, el lector obtiene una amena visión panorámica de una inolvidable época de activismo filosófico y político del siglo XX, plena de ideales y de libros tan influyentes que hoy todavía no tienen parangón, y a los que podemos volver con provecho o descubrir con ilusión. Luis Fernando Moreno Claros


Recupero aquí el texto original de la reseña que publicó la revista cultural "Letras libres" en 2011 del estupendo  Una vida con Montaigne.



Un yo humilde y escéptico



Sarah Bakewell

Traducción de  Ana Herrera Ferrer
Destino, Ariel, Barcelona, 2011, 484 páginas.


La autora británica Sarah Bakewell es profesora de escritura creativa en la londinense City University; a sus cuarenta y siete años y con otras dos obras publicadas, inéditas en español (The Smart y The English Dane), ha saltado a la fama gracias a esta magnífica y singular aproximación a la vida y la obra de Montaigne que ahora aparece en castellano. Críticos de prestigiosas revistas literarias e importantes suplementos culturales de habla inglesa la han puesto por las nubes, y en el ámbito hispanohablante seguro que ocurrirá igual, pues el libro se lo merece.

Una vida con Montaigne
La figura del gentilhombre Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592) —oriundo de la región francesa del Périgord— ha gozado últimamente en España de cierto renacimiento gracias a la publicación en 2007 de una novedosa edición de su obra cumbre: Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay), que ha visto la luz bajo el sello de la editorial barcelonesa Acantilado. Traducida con suma excelencia por J. Bayod Brau, esta nueva versión supera con creces cualquiera de las anteriores con las que contábamos en castellano (la más reciente databa de 1987). Poco después, también Acantilado publicó el extraordinario aunque breve ensayo que bajo el simple título de Montaigne escribió el gran escritor austríaco Stefan Zweig, y que en la actualidad es la única monografía con la que cuenta el lector hispanohablante que desee conocer la vida y la obra de autor tan imprescindible, pues este “Señor de Montaña” —como lo denominaba Quevedo, gran lector suyo— fue ni más ni menos que el “inventor” del género literario que conocemos bajo el nombre de “ensayo”.
Así que la presente biografía llega en buen momento, a la par que llena un clamoroso vacío, pues no contábamos con ninguna otra en castellano. Cómo vivir o Una vida con Montaigne es un libro ameno y bien documentado. Bakewell domina la técnica de atrapar al lector desde las primeras páginas, pues nada más comenzar formula la pregunta de las preguntas, aquélla que debemos hacernos todos los seres humanos siempre que aspiremos a ser algo más que simples animales: ¿Cómo he de vivir? Sócrates o Kant basaron gran parte de sus filosofías en responder a este interrogante, aunque tampoco hace falta ejercer de filósofo para plantearse semejante cuestión. La dificultad sobreviene al tratar de darle una respuesta adecuada, máxime cuando dicha respuesta habrá de traducirse en acción práctica y visible para nosotros mismos y para cuantas personas nos rodean. Bakewell sostiene que Montaige supo cómo vivir y que su modo de vida puede servir de ejemplo en nuestros convulsos tiempos actuales; de ahí que la autora comience cada capítulo reiterando dicha pregunta: ¿Cómo vivir? Y que la respuesta sea en cada ocasión una actitud o un rasgo montaigneano, por ejemplo: Cuestionátelo todo, despierta del sueño de la costumbre, se sociable, ve mundo, ten una habitación privada en la trastienda, lee mucho y olvida lo leído, etc. Apoyándose en dichas rúbricas que encabezan cada capítulo del libro, Bakewell irá presentándonos los hechos más señeros de la vida de Montaigne así como los rasgos más prominentes de su carácter, sin olvidarse de repasar someramente los acontecimientos históricos de la época.
La actividad literaria de Montaigne —a la que él se dedicó como a un simple hobby, sin pretensiones— comenzó con una epifanía: al igual que San Pablo, también a él le llegó la iluminación tras caerse de un caballo; contaba treinta y tres años y estuvo a punto de morir, mas el roce con la muerte lo convirtió en escritor. Se dio cuenta de que lo realmente importante es estar vivo, y que esa verdad única debía ser celebrada guardando su memoria. De manera que su tema debía ser su propio yo, su vida cotidiana, sus pensamientos, pequeños avatares y anhelos. Fue un escritor humilde, a pesar del asunto tan egocéntrico del que trataba, puesto que en su persona no había lugar para la vanidad. Al considerarse un hombre sencillo y común mostraba sus experiencias a modo de espejo en el que pudieran verse reflejados los demás hombres, ya que estaba seguro de que no existían grandes diferencias entre seres de la misma especie. Admirador de la obra de Plutarco y demás literatos de la Antigüedad, Montaigne escribía sobre todo aquello que le llamaba la atención: desde los caníbales hasta la educación de los niños, desde la amistad hasta la verdad de las fábulas antiguas o la existencia de monstruos marinos. Comenzaba reflexionando sobre una cuestión inicial para terminar explayándose sobre sus sentimientos e impresiones momentáneas, o comentaba sus enfermedades —las torturas físicas provocadas por sus cálculos en el riñón—, sus gustos sexuales o las inocentes delicias del juego con su gata.
Los ensayos de Montaigne
Montaigne era de rancio y noble abolengo rural. Escribía retirado en el lugar que más amaba en el mundo, su biblioteca, instalada en una de las dos torres que flanqueaban su castillo solariego de la Dordoña, ubicado en medio de viñas y campos de labor. Atendía con displicencia los negocios, manejaba sin rigor los asuntos agrarios —en su castillo se producía un vio con denominación de origen— y se mantenía en muy buenas relaciones con sus subordinados y sirvientes. Disfrutaba de una vida sencilla y sin sobresaltos. No ocultaba esto en sus escritos, en los que jamás trató de maquillar sus debilidades, pues se sabía enteramente humano y hasta a veces se denomina a sí mismo un “simple ganso”. Era un sencillo mortal que merced a la mera conciencia de su fragilidad e insignificancia aprendió a gozar del evidente hecho de estar vivo, a apartar de su mente las ideas negativas y a abrazar lo bueno y positivo de esos pequeños instantes luminosos que de vez en cuando podemos robar a la existencia.
En suma, Montaigne nunca alardeó de sabiduría: “Infelices quienes sois sabios a vuestros propios ojos” fue uno de los lemas que había mandado grabar a fuego en las vigas del artesonado de su biblioteca; y otra sentencia más: “Los odres vacíos se hinchan de viento, los hombres, de presunción”. Nada hay más absurdo que creerse sabios, sostenía; y, sin embargo, sí que se alberga una suerte de sabiduría en la capacidad de aceptarse a sí mismo con los defectos y las pequeñas o grandes virtudes que se posean; ello nos capacita para aceptar el mundo tal cual es, con sus luces y sombras.
Debido a este talante sincero, humilde y antidogmático que Bakewell atribuye a Montaigne y que muy bien podemos extraer de la lectura de Los ensayos, la autora lo elige como “maestro de vida”. Sostiene que podemos aprender de él a pensar con autonomía. Montaigne amaba la libertad y regía sus actos con verdades simples y efectivas: huía de la gloria, la grandeza, la fortuna en demasía; consideraba que las mayores virtudes son las que se adquieren con la experiencia de la cotidianeidad, que la buena salud y la inteligencia hacen felices al hombre y que la necedad y la ignorancia lo tornan infeliz y malvado. Montaigne no fue un “pensador” de grandes verdades, sino un individuo de pequeñas certezas. Elogiaba la buena salud porque durante gran parte de su vida padeció agudos cólicos de riñón. Pero hacia el final de sus días aprendió incluso a sonreír en medio de sus atroces sufrimientos y a deleitarse de antemano imaginando el goce que sentiría cuando remitieran.  Admirador de los epicúreos antiguos, de los estoicos y los escépticos grecorromanos, asumió a su manera lo que más le gustaba de todos ellos: la capacidad para gozar de la vida de los primeros, el desapego de las posesiones de los segundos y la suspensión del juicio de los terceros. De esta manera el señor de Montaigne vivía como más le apetecía y del mismo modo también escribía sobre lo que le gustaba; dudaba de todo y no alardeaba de verdades concretas; nadie menos dogmático que él, nadie con menos rasgos de fanatismo o cabezonería ideológica. De aquí la admiración de Bakewell, como apuntábamos; pues esta manera de ser de Montaigne y la forma de explayarse en Los ensayos pueden servir como modelos y actitudes de vida en la actualidad. Hoy, cuando la individualidad extrema y la falta de compromisos parecen sinónimos de libertad, cuando la magia de internet posibilita la expresión sin trabas de tanto ego, conocer a Montaigne aportará quizás a sus lectores un temple dialogante, una actitud cortés ante la vida y los demás individuos; una cura de humildad y contra el fanatismo; en una palabra, más sentido común a nuestra relación con el mundo real.
Ciertamente, la semblanza de Montaigne escrita por Bakewell se lee con sumo placer. Percibimos el carácter del biografiado y nos seduce por su sencillez, valentía e idiosincrasia. Una gran ventaja del libro es que de inmediato queremos releer las páginas de Los ensayos en las que el perigordino expresaba esto o aquello. Por lo demás, Bakewell no se limita a hacer hagiografía de su personaje, también nos adentra de manera concisa y somera en los avatares históricos de la terrible época de Montaigne: la Francia del Renacimiento tardío, abrasada por cruentas guerras de religión entre protestantes y católicos. La familia Eyquem Montaigne se mantuvo neutral en dichos conflictos; el propio Michel llegó a ser alcalde de Burdeos; buen diplomático y justo legislador, no tuvo que lamentar altercados bajo su mandato. Mas antes y después de aquel período Montaigne vivió muy de cerca —aunque sin inmiscuirse— los negros sucesos de la Noche de San Bartolomé y las guerras civiles consiguientes. Salió ileso de todo aquello gracias a su talante conciliador y a que vivía retirado en su propiedad rural, dedicado a sus escritos y a cuidar de sus viñedos.
Y uno más de los aciertos de esta obra rotunda lo conforma la extraordinaria información aportada por Bakewell sobre los avatares sufridos a través de los siglos por la obra de Montaigne. A la vez que describe las peripecias por las que pasaron las diversas ediciones de Los ensayos, desde la establecida por Marie de Gournay —singular mujer, discípula y ahijada  de Montaigne a quien Bakewell trata con cariño— hasta la posterior edición basada en el ejemplar de Burdeos, la autora narra la historia de la recepción de Los ensayos por parte de personajes importantes y del público en general; de cómo este libro extraordinario y originalísimo fue leído hasta la saciedad, tan elogiado como denostado y proscrito —tanto que se lo incluyó en el Índice de Libros prohibidos por el Santo Oficio y como “libro impío y maldito” permaneció hasta mediados del siglo XIX—. Pensadores tan relevantes como Pascal y Descartes despreciaron Los ensayos, mientras que Voltaire los admiró y Nietzsche los veneró de tal modo que afirmó que el hecho de que un hombre como Montaigne hubiera existido “aumenta el placer de vivir en este mundo”. El autor del Zaratustra afirmaba que con Los ensayos “uno está perfectamente preparado para aguantar con los pies firmes sobre la tierra”. A esta frase parece haberse ceñido Sarah Bakewell, cuyo presente libro ha de ocupar un lugar de relevancia en cualquier biblioteca que se precie junto a Los ensayos y el breve estudio de StefanZweig: nada más necesitarán cuantos deseen saber de aquel imperecedero autor que fue Michel de Montaigne.

Luis Fernando Moreno Claros




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